La Fundación Rafael del Pino, en colaboración con la Fundación Lilly, acogió la Conferencia Magistral «Alimentación y salud: no sólo qué y cuanto, sino quién y cómo», pronunciada por el profesor José María Ordovás, el día 9 de febrero de 2010.
José María Ordovás, director del Laboratorio de Genómica y Nutrición de la Universidad de Tufts (Boston) y colaborador científico del Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares (CNIC), ha afirmado: «Nuestros hábitos alimentarios actuales, caracterizado por el desajuste de horarios, hacen que nuestro reloj no vaya a la hora a la vez que favorecen la aparición de enfermedades como la diabetes o la obesidad. A su vez, mutaciones en los Genes reloj pueden incrementar todavía más el riesgo».
Según las últimas investigaciones realizadas por el profesor Ordovás y sus colaboradores en España, «las mutaciones genéticas que provoca la disrupción cronológica influyen en un buen número de factores de riesgo de enfermedad e incluso en cómo las diferentes personas responden a los programas de pérdida de peso». Según explica este experto, «los conocimientos en biocronología se unirán a los de la nutrigenómica para concebir recomendaciones alimentarias que nos ayudarán a cada uno de nosotros a alcanzar una vida no solamente más longeva sino también de mayor calidad».
La regulación cronológica, o crono-regulacion, está dirigida por una serie de genes, entre los cuales los más conocidos son el CLOCK, el PER2 o el BMAL, que a su vez regulan la cascada genética que depende de sus señales. Actualmente, nuestros hábitos -las horas que dormimos o cuándo comemos- están muy en desacuerdo con nuestros genes y provocan una ruptura cronológica. «Es decir, un desacoplamiento entre lo que hacemos y lo que nuestra biología está esperando que hagamos, ocasionando un estrés metabólico que favorece no sólo la aparición de enfermedades como la diabetes, la obesidad y las cardiovasculares, sino también las infecciosas y probablemente, el cáncer, así como el comportamiento anímico», explicó el profesor Ordovás.
Además del cambio de horas, comer deprisa es otro de los factores que contribuyen a la obesidad. «Una de sus consecuencias es que no damos tiempo a que las señales de saciedad lleguen al cerebro, y por tanto, el freno no funciona y comemos más», explicó este experto. Los genes se han adaptado al ritmo establecido por el ser humano a través de cientos de miles de años. El desorden en el comer, y de otras contaminaciones ambientales como disponer de luz 24 horas al día, está cambiando su ritmo. «Estamos confundiendo a los genes y provocando que no funcionen como y cuando deberían, y por lo tanto que nosotros no funcionemos óptimamente». El profesor Ordovás predijo que «los humanos nos iremos adaptando y se irán seleccionando y sobreviviendo mejor aquellos que sus genes tengan mutaciones que favorezcan estos estilos de vida».
«Mientras tanto, debemos intentar recapturar y vivir las bondades que el estilo de vida mediterránea tiene para nuestros genes», adviertió. Y es que además de su ya conocido equilibrio nutricional, «otra de las ventajas de la dieta mediterránea es precisamente su periodicidad», destacó. A modo de ejemplo de nuestra mala nutrición, lamentó que «a veces comemos algo altamente calórico y poco nutritivo antes de una de las comidas principales y ello nos puede romper el ciclo y hacer que no nos apetezca una comida más tradicional y nutritiva, pero también puede ocurrir que comamos mal y recomamos, con lo cual desembocamos en la obesidad».
Que la modernización y los hábitos de vida occidentales han desatado una obesidad rampante en algunas poblaciones es un hecho conocido. Sin embargo, las investigaciones en nutrigenética han descubierto la implicación de los genes. «Hay naciones en el Pacífico donde el porcentaje de obesidad y sobrepeso es del 95%, y eso ha ocurrido en los últimos 50 años. Estas poblaciones tenían unos genes adaptados durante muchas generaciones a un tipo de alimentación muy particular debido a su aislamiento». Lo mismo ha ocurrido con los indios americanos y con los pueblos de Latinoamérica cuando han emigrado a Estados Unidos o España, ya que esas poblaciones tienen unos «genes ahorradores» (debido a que la comida era tradicionalmente escasa), mientras que ahora pueden obtener alimentos con facilidad.
Otro ejemplo de adaptación genética es el caso de la intolerancia a la lactosa, «totalmente natural y biológica en el caso de los países asiáticos, algunos africanos e incluso mediterráneos». Sin embargo, en el norte de Europa, debido a su mayor dependencia de los lácteos, los genes se han adaptado a ese medio ambiente; lo mismo podemos decir del consumo de hidratos de carbono o de alcohol».