La Fundación Rafael del Pino organizó, el 16 de octubre de 2017, el diálogo «¿Un nuevo contrato social para España?», en el que intervinieron, Jordi Sevilla, ex ministro de Administraciones Públicas del Gobierno de España; Antón Costas, Catedrático de Economía Aplicada de la Universitat de Barcelona y Luis Garicano, London School of Economics e IE Business School, con motivo de la publicación de la obra “El final del desconcierto. Un nuevo contrato social para que España funcione”.
¿Un nuevo contrato social para España?
Diálogo entre Jordi Sevilla, Luis Garicano y Antón Costas
Resumen:
El 16 de octubre de 2017 tuvo lugar en la Fundación Rafael del Pino el diálogo “¿Un nuevo contrato social para España?”, en el que participaron Jordi Sevilla, ex ministro de Administraciones Públicas; Luis Garicano, catedrático de Economía y Estrategia de la London School of Economics, y Antón Costas, catedrático de Economía Aplicada de la Universitat de Barcelona, con motivo de la presentación del libro de Costas «El final del desconcierto. Un nuevo contrato social para que España funcione». El primero en intervenir fue Jordi Sevilla, quien destacó la existencia de un nuevo consenso sobre la crisis que hemos vivido, basado en tres elementos. El primero es que el sobreendeudamiento era la otra cara del aumento de la desigualdad de la renta. Esta visión explica por qué nuestro contrato social saltó por los aires. El segundo es que las políticas que se pusieron en marcha para afrontar la crisis -bajada de salarios, reducción del gasto público- no fueron las más adecuadas. Y el tercero es que el inicio de la recuperación tiene que ver, sobre todo, con la nueva política monetaria. De cara al futuro, hay quien piensa que ya está todo hecho y solo hay que sentarse a esperar, pero no es así. La recuperación está haciendo que afloren problemas estructurales que no se han abordado. En este ámbito, tenemos mucho que hacer, pero distinto de lo que se ha hecho hasta ahora, en especial porque en estos momentos no basta con el crecimiento económico. No basta porque los mecanismos que hacían que sus efectos llegaran a todo el mundo han saltado por los aires. ¿Por qué ha pasado esto? Nuestro Estado del Bienestar no redistribuye la renta como debiera. Nuestro sistema democrático no ha sido lo suficientemente ágil a la hora de capturar todas las demandas sociales. Eso ha provocado un terremoto político. Las élites no han hecho pedagogía de la necesidad de los cambios, sino que han trasladado la responsabilidad última de los mismos a agentes externos. Y la partitocracia se ha olvidado del interés común. Sevilla, por último, señaló dos cuestiones en relación a todo esto. En primer lugar, que la gestión empresarial es manifiestamente mejorable; en segundo término, que el independentismo impide resolver la cuestión catalana. A su vez, Luis Garicano indicó que ese nuevo contrato social tiene un componente económico-político y un componente territorial, y recordó que las políticas de austeridad no fueron voluntarias, sino que vinieron impuestas por los acreedores. También señaló que, cuando se produce la recuperación, la desigualdad es más complicada porque unos empiezan a mejorar antes que otros. Eso es lo que crea el estallido social. Por lo que se refiere al contrato social, recordó que hay cuatro tipos: el que el que venía de antes, de los tiempos de Reagan y Thatcher, bajó los impuestos y hubo poca redistribución. Como reacción, surgieron las propuestas de contratos populistas de derechas y de izquierdas. Ambos tenían en común que eran antiglobalización y antieuropa y se diferenciaban en que mientras el de derecha era identitario, el de izquierdas propugnaba más gasto público. Por último, está el liberal-socialdemócrata, que defiende una globalización con compensaciones, una integración más equilibrada, una competencia entre empresas, un Estado del Bienestar personalizado. Ahora bien, en estos momentos, a la idea incrementalista del cambio se contrapone una idea diferente, leninista, de romper lo existente y luego ya se verá lo que surge. Esto es Trump, el Brexit o el separatismo catalán. La explicación de ello se encuentra en la incertidumbre que generan el cambio tecnológico y la globalización. Además, hay un problema de comunicación por falta de credibilidad de las élites, que se manifiesta en la incapacidad de convencer a la gente del cambio incremental. Para concluir, Garicano indicó que España tiene un problema con el estado autonómico. Para que funcione mejor necesita más redistribución. Pero esto no es lo mismo que el problema catalán, ni la solución tampoco es la misma. Por último, Antón Costas se preguntó acerca de cuál es el pegamento que hace que una sociedad liberal permanezca unida e impida el conflicto político. Ese pegamento es el contrato social que se elabora tras la Segunda Guerra Mundial, que se basa en el mercado como vía de creación de riqueza, en nuevos instrumentos, como la igualdad de oportunidades (educación), y en programas sociales para proteger a los ciudadanos de la pobreza (sanidad, seguro de desempleo, pensiones). Ese contrato funcionó de maravilla porque se dijo a la sociedad que nadie se quedaría muy atrás. España construyó ese contrato a finales de la década de los 70 y funcionó razonablemente bien. Pero algo empezó a fallar en la década de los 90. En aquellos años apareció una falacia, que fue la idea de que se podía gestionar la globalización sin política. Al amparo de esta idea se hicieron reformas que causaron mucho dolor. Esa visión nos ha traído el populismo, que cae en la utopía inversa, que es creer que se puede gestionar la política sin la economía. España, además, es un país sin contrato social territorial. Necesitamos reconstruir ese pegamento. El riesgo es que los ciudadanos compren contratos sociales con efectos dañinos. El problema de España es un problema distributivo. Nuestro malestar no viene solo de ello, sino también del valor actual descontado del miedo al futuro. El nuevo contrato social debe basarse en reducir el ciclo mánico-depresivo de nuestra economía, que castiga sobre todo a las clases bajas; en reducir los problemas de eficiencia, que detraen rentas de los más pobres, y en equilibrar el debate crecimiento-productividad.
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