Energía distribuida

La irrupción de las energías renovables, y con ellas la posibilidad de disponer de un gran número centrales de producción de electricidad de distintos tamaños, ha cambiado de forma significativa el mapa de la distribución de la electricidad. Con esta nueva red interconectada mediante un flujo bidireccional y variable de energía, el sistema eléctrico gana flexibilidad y eficacia ya que acerca la generación de corriente de su consumo final.

El concepto de generación distribuida de energía se refiere a la proliferación de pequeñas instalaciones capaces de producir electricidad lo más cerca posible de los lugares donde se consume, asumiendo que esos puntos de generación se conectan a la red de distribución de energía.

No es, por tanto, la idea de poner simplemente un puñado de paneles solares en los tejados de cada casa. Ni el concepto estricto de autoconsumo, que persigue generar la electricidad para atender las necesidades propias y quizás verter a la red los eventuales excedentes, con lo que esta modalidad de generación para autoconsumo también puede ser un componente de un sistema descentralizado, no tan dependiente como el actual de las grandes centrales eléctricas e infraestructuras de transporte.

La microgeneración eficazmente distribuida por el territorio añade un factor de estabilidad al sistema eléctrico, menos vulnerable al fallo de alguna de las grandes fuentes de suministro. Se reduce la carga en las redes y también la pérdida de energía inherente al transporte. Y puede incorporar todo tipo de sistemas de generación de energía, aunque lo que se considera más deseable es aprovechar las renovables y, en el caso español, especialmente la solar.

Si en España no se ha posibilitado el despliegue es, en gran medida, por un marco regulatorio que no lo ha favorecido. Mejor dicho, prácticamente lo impedía. Pero todo lo que rodea las renovables debe ser un mercado muy importante en España. Y, al menos, hay ya un cambio normativo para favorecerlo, a partir del Real Decreto 244/2019, del pasado 5 de abril.

Con ese Real Decreto, el Gobierno establece una regulación de las condiciones administrativas, técnicas y económicas del autoconsumo de energía eléctrica. El texto proclama que su objetivo es «impulsar que el autoconsumo se realice con generación distribuida renovable». También establece «que la energía autoconsumida de origen renovable, cogeneración o residuos, estará exenta de todo tipo de cargos y peajes».

La norma redefine el concepto legal de autoconsumo, entendiendo que es «el consumo por parte de uno o varios consumidores de energía eléctrica proveniente de instalaciones de generación próximas a las de consumo y asociadas a las mismas».

También establece que hay dos modalidades: la que no genera excedentes, y por tanto no hace vertidos a la red, y la que sí. Los consumidores sin excedentes quedan eximidos de la exigencia de tener «permisos de acceso y conexión de las instalaciones de generación».

Y, finalmente, el decreto establece una fórmula de retribución para los excedentes vertidos a la red que, de manera simplificada, son equivalentes al precio que se paga en cada momento por la electricidad consumida de la red. Una normativa que elimina definitivamente el ‘impuesto al sol’ y, en sentido opuesto, parece más razonable también que la que provocó hace una década una burbuja de especulación, con inversiones en renovables basadas en retribuciones insostenibles que multiplicaban varias veces los precios aplicados a los consumidores finales. El estallido de esa burbuja y las decisiones políticas siguientes frenaron en seco el desarrollo natural del despliegue de energía solar y eólica.

Si el entorno regulatorio deja de ser una barrera casi insalvable para la proliferación de sistemas de captación de energía, quedan notables retos tecnológicos, sobre la energía solar distribuida y el eventual apoyo de otras fuentes, renovables o no.

No es sólo cuestión de colocar paneles, sino de cómo integrarlos con soluciones que permitan mayor autonomía. El modelo, que se denomina smart grid, trata de aplicar inteligencia para la integración dinámica de los sistemas que están generando, los que están consumiendo y, eventualmente, los medios de almacenamiento que pudieran estar disponibles para compensar momentos de menor producción que consumo. Situaciones que se producen cuando hay nubes y llueve, y cuando es de noche y la fuente principal es la luz solar. O cuando no hay viento para mover los aerogeneradores de los molinos.

Hace más de un decenio, un soñador danés, Peter Qvist Lorentsen, quiso poner en funcionamiento una miniciudad autosuficiente, basándose en energías renovables, solar y eólica, conectadas a un smart grid que, aislado de la red general, tenía como mayor desafío completar el ciclo en los momentos sin sol ni viento. Su plan era generar hidrógeno, como reserva energética, y usar las baterías de los coches eléctricos (al menos uno en cada garaje) como almacenamiento distribuido. El curioso experimento, llamado H2PIA, nunca se llevó a cabo. Le golpearon de lleno la crisis y la recesión. Pero el diseño casi utópico de aquel proyecto aporta valiosas pistas de la clase de problemas y soluciones sobre los que pivota la idea de energía distribuida.

El papel de España

Expertos consideran que España podría ser líder, como lo fue en los primeros momentos de despliegue de energías eólica y termosolar. Al menos en este campo sí se puede afirmar que nuestro país dispone de abundantes materias primas. vHay mucha tecnología todavía por desplegar, por desarrollar y por integrar, lo que señala una gran oportunidad.

Hay que resolver técnicamente cuestiones sobre cómo se puede compartir virtualmente la energía con otros que generan y cómo verter los excedentes a la red. Y desarrollar la inteligencia en torno al consumo, para que sea posible desplazar las curvas de los gráficos desde la generación centralizada y gestionada de manera global hasta una producción distribuida, coordinada y con granularidad para atacar en proximidad las incidencias.

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