Los combustibles, sólidos (madera, carbón), líquidos o gaseosos, son relativamente fáciles de almacenar y transportar y se puede administrar su consumo en el momento en que son necesarios. Son bastante amigables, en ese sentido. La electricidad, por el contrario, tiene una particularidad: se ha de consumir en el momento de producirla o se perdería, se disiparía.
Por supuesto, esta afirmación es una forma exagerada de expresar el gran conflicto de la generación de electricidad, que necesita estar ajustando continuamente la producción a la demanda, evitando que se pierdan excedentes. Para ello se recurre a las centrales de generación con combustibles fósiles o a las hidroeléctricas, cuando hace falta añadir más energía a discreción al sistema, de manera gradual, y las renovables y nucleares no tienen margen para hacerlo.
La electricidad es una fuente de desarrollo, indispensable para muchas de las tecnologías del futuro (electrificación del transporte, electrodomésticos, bomba de calor…). Pero hay un problema: la generación de energía eléctrica supone en la actualidad el 40% de las emisiones de CO2 a nivel mundial. Las tecnologías que parecen clave en el futuro para aportar soluciones más respetuosas con el medioambiente dependen de la electricidad, y el balance final no puede excluir las emisiones producidas por la generación de esa energía, que en gran medida depende aún del carbón y el gas (China, India, Alemania, Australia incluso España).
Los sistemas eléctricos necesitan articular un mix de generación para mantener un equilibrio en la disponibilidad, incluyendo todos los tipos de centrales, con combustibles fósiles, nuclear y renovables (incluida hidroeléctrica).
La solución más deseable, desde el punto de vista medioambiental son las fuentes de energía renovable (en el proceso de producción eléctrica no generan CO2, causante del efecto invernadero) y también desde consideraciones económicas (no hay que pagar por el aire y el sol, como materias primas, igual que se hace por el petróleo y el gas, aunque también tienen un coste por su integración en la red de distribución).
Pero esta opción tropieza con un inconveniente hasta ahora insalvable: el viento sopla cuando toca, no cuando hace falta. Y el Sol se puede nublar y, con toda certeza, se retira por la noche, precisamente cuando más falta hace electricidad para iluminación. Se pueden hacer estimaciones estadísticas sobre horas de luz y de viento al año, para decidir los emplazamientos con mejores rendimientos, pero asumiendo en todo caso que la generación es intermitente y sujeta a factores imposibles de controlar.
La fórmula para obtener el máximo rendimiento y flexibilidad de las energías renovables es aplicar inteligencia a las curvas de consumo, para desplazarlas y ajustarlas en lo posible, e integrar mecanismos de almacenamiento masivo para llegar a esa última parte de la curva, imprescindibles a medida que se pretenda una alta penetración de renovables.
La solución deben ser baterías o hidrógeno. Baterías que guarden los excedentes en momentos de máxima producción para distribuirlos cuando no se puede generar. O aplicar ese exceso de producción de electricidad a la obtención de hidrógeno, que se convierte en una fuente de energía almacenable, con diversas posibilidades de uso.
La tecnología de las baterías es uno de los grandes retos para la ciencia y la ingeniería. Precisamente acaban de ser galardonadas con el premio Nobel de Química las tres personas que desarrollaron la batería de ion-litio, base del desarrollo actual de toda clase de dispositivos móviles, desde un ligero smartphone o unos auriculares inalámbricos, hasta los coches eléctricos.
El británico Stanley Whittingham, puso las bases de la investigación usando litio metálico, para fabricar una batería que tenía cierta tendencia a arder y explotar. El estadounidense John B. Goodenough probó diferentes elementos químicos para fabricar el cátodo (polo negativo) con óxidos e iones de litio. Y finalmente el japonés Akira Yoshino acertó con los materiales para diseñar una batería potente y recargable, viable para su explotación comercial, siendo reconocido como el inventor (y patentador en 1983) de la tecnología que hoy sigue en uso.
La siguiente fase ha de ser escalar la capacidad de las baterías, para cargar, conservar y administrar las cantidades de energía que puedan cubrir las necesidades de industrias y núcleos de población durante determinados periodos tiempo.
Para ello, como señala Yoshino, empeñado ahora en mejorar las baterías para el coche eléctrico, es necesario no sólo hallar nuevas soluciones en materiales y tecnología de las pilas, sino replantearse estrategias: «La solución no llegará simplemente de la industria de baterías, sino con la mezcla de otras tecnologías como la inteligencia artificial, internet de las cosas… Cuando se combinen adecuadamente ofrecerán la solución natural».
Conviene subrayar que los tiempos de funcionamiento de dispositivos con energía almacenada a los que estamos acostumbrados son engañosos: un móvil puede estar en uso a lo largo de toda una jornada porque los tiempos en los que está a pleno rendimiento se van espaciando. Con exigencia continua duraría unas pocas horas. Un coche con motor de combustión puede repostar habitualmente cada una o dos semanas, porque también el uso cotidiano está limitado a periodos relativamente cortos. Cuando sale a carretera para un viaje largo lo normal es tener que repostar al cabo de seis u ocho horas de marcha…
La clave genérica para responder solventemente a las necesidades planteadas es hallar un equilibrio entre la capacidad de almacenamiento de energía (sea del tipo que sea), su duración en uso según el requerimiento de consumo y la capacidad y velocidad de recarga del sistema.
Hay propuestas para desarrollar la batería de flujo, basada en dos electrolitos con diferentes compuestos químicos y separados por una membrana, que intercambian iones buscando equilibrar su estado de carga, lo que permite alternativamente introducir o extraer electricidad.
Otra opción es continuar explorando las posibilidades del actual modelo de ion-litio. O buscar fórmulas para sustituir los elementos que la componen por otros materiales que mejoren la eficiencia del proceso y no depender del litio y el cobalto, que lo limitan y encarecen. El cobalto, polémico como materia prima, procede mayoritariamente de la República Democrática del Congo. El litio, el metal más liviano, se obtiene de salmueras y las mayores reservas están en Chile, Argentina, Bolivia y China. La competición está abierta.
El papel de España
Encontrar nuevas soluciones de almacenamiento masivo para la electricidad requiere un esfuerzo combinado de equipos interdisciplinarios que combinen investigación de laboratorio sobre materiales y procesos químicos, ingeniería, diseño y aplicaciones.
En España hay compañías investigando opciones relacionadas tanto con sustituir los materiales de la batería actual, usando combinaciones litio-azufre y litio-aire, como nanomateriales a partir de grafeno. Este ya se usa en baterías de ion-litio, para hacer electrodos, aunque el objetivo más ambicioso es desarrollar un nuevo tipo con celdas de polímero de grafeno. Incluso, un paso más allá, se investiga en laboratorios españoles un nanofluído electroactivo de grafeno, que al ser líquido podría repostarse de manera similar al funcionamiento de las gasolineras.
Los expertos subrayan la paradoja de que, siendo España un país destacado en la fabricación de automóviles, no tiene ninguna capacidad para fabricar las baterías que necesita el coche eléctrico. Un elemento clave para el futuro de la industria.
El desarrollo de almacenamiento eléctrico masivo, para llevar las renovables al máximo aprovechamiento en el mix energético, adquiere una perspectiva de interés todavía mucho mayor.