Pablo Artal*
A primeros de cada mes de octubre la atención se dirige a Estocolmo. Allí, con estudiada pompa, se anuncian los laureados con el premio Nobel. Como saben, estos son unos galardones que se otorgan anualmente desde 1901 para reconocer a quienes hayan realizado investigaciones, descubrimientos o contribuciones notables para la humanidad. En cada una de las categorías científicas, Medicina, Física y Química, el premio lleva asociado una suma de aproximadamente un millón de euros, que normalmente se divide entre un máximo de tres premiados por categoría. Pero, no es solo el dinero lo que confiere a los premios Nobel ese halo especial de prestigio del que gozan.
De hecho, han surgido otros premios en los últimos años que otorgan recompensas económicas similares e incluso muy superiores. Por ejemplo, los premios Kavli o los premios Breakthrough. Estos últimos, con un montante de 3 millones de dólares, fueron promovidos por Yuri Milner, un multimillonario ruso con un doctorado en Física, y contribuyen a ellos otros emprendedores famosos como Sergey Brin o Mark Zuckenberg. Además de estos, se conceden decenas de otros premios prestigiosos en todo el mundo con el loable afán de reconocer la labor de los científicos de diferentes campos.
Los premios cumplen una doble misión, por un lado, son un reconocimiento de las sociedades a quienes hacen posible con su trabajo el desarrollo de la humanidad, y por otro, sirven como acicate para científicos de todo el mundo. Obviamente ninguno de ellos trabaja pensando en llegar a conseguir alguno de estos premios, pero sin duda marcan un camino de excelencia y superación.
Los premios Nobel han adquirido con el tiempo otra importante cualidad. Dan prestigio y lustre a los países y a las instituciones de los laureados. Por ello, aunque se premia a individuos, todos alardean de sus premiados como muestra de un éxito colectivo. Hasta la fecha, 623 personas han recibido el premio Nobel en las disciplinas científicas. De ellas, casi la mitad eran estadounidenses, reflejando el dominio mundial de esta nación durante una buena parte del siglo pasado. El Reino Unido, Alemania y Francia, en este orden, siguen en el número de Nobeles. Y es destacable que países relativamente pequeños, como Suiza, con una población 5 veces menor que España, cuente con 24 premiados. Han sido aquellos países con una ciencia muy desarrollada los que ido acumulando un mayor número de premiados. Es de esperar que, en los próximos años, otros países como China empiecen a obtener más premios como resultado de su ambiciosa apuesta científico-tecnológica.
¿Y cuál es la situación de nuestro país en esta ‘liga de campeones’ del saber? Tristemente, solo un español se encuentra entre los 623 laureados. Y tenemos que remontarnos al año 1906, cuando le fue concedido a don Santiago Ramón y Cajal el premio de Medicina. A veces, se lee o se oye, seguramente para dulcificar este número tan exiguo, que tenemos un segundo Nobel español, don Severo Ochoa. Pero debemos recordar que cuando le fue concedido en 1959 ya llevaba varios años siendo ciudadano norteamericano y que todas sus investigaciones las había hecho en aquel país.
En mi modesta opinión, esta relación, 1 en 623, es la más sangrante de nuestras vergüenzas nacionales. Por lo que representa, un desinterés histórico por desarrollar nuestra propia ciencia y tecnología. Y por lo que implica, ser un país débil con un raquítico peso en el mundo del conocimiento. Curiosamente, este bochorno no parece haber afectado a nuestros dirigentes durante el último siglo, ni tampoco a la mayoría de los ciudadanos.
Salvo la enorme, y también relativamente olvidada, figura de Cajal, se podría argumentar que con nuestro atormentado pasado hasta el final del franquismo, era normal no estar en esa liga. Tampoco lo estuvimos en muchas otras. Recuerden nuestra paupérrima colección de medallas en los Juegos Olímpicos hasta 1992. La diferencia con el deporte es que cuando nuestro país se normalizó en los años 80, se entendió que los resultados tenían que mejorar. Fue, casi, una cuestión de orgullo nacional. Se organizó el programa ADO para ayudar a los deportistas olímpicos en el que se involucró la sociedad y las empresas. Nunca hemos tenido una respuesta similar de los poderes públicos, ni de la sociedad, para mejorar nuestro tejido de conocimiento.
La ciencia española sigue siendo la asignatura pendiente. Envejecida, infrafinanciada y asfixiada por la burocracia sobrevive a base de individualidades quijotescas. Como decía recientemente en una entrevista el investigador Fernando Cossio, «la situación es desesperada, pero no grave».
* Publicado en el diario La Verdad el 29 octubre 2020.