Uno de los pilares de la democracia es la información libre y veraz. Es lo que permite a los ciudadanos tomar decisiones con conocimiento de causa. La desinformación, en cambio, es una amenaza existencial que devora a la democracia desde dentro. Por eso hay que combatirla, como explica Ana Palacio, asesora estratégica de Albright Stonebridge Group y directora del Consejo del Atlantic Council.
Desinformación, un viejo problema
El problema de la desinformación no es nuevo. Existe desde muy antiguo. Lo novedoso, ahora, es la rapidez con la que se difunde, a causa de las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones. Además, el mundo moderno de redes sociales, grupos de WhatsApp, etc., tiende a conformar círculos cerrados en los que solo entra el tipo de información con la que sus miembros se identifican. Las visiones alternativas, en cambio, quedan fuera, son excluidas, no se difunden por la red y sus miembros, por tanto, no las conocen ni las incluyen a la hora de formar sus opiniones. Esto es un problema porque impide que la sociedad funcione adecuadamente. Es más, la visión única y sesgada contribuye a aumentar las divisiones en el seno de la sociedad. De ahí la necesidad de combatir la desinformación.
La batalla, sin embargo, no ha hecho más que empezar. De hecho, hasta que no se produjeron las manipulaciones informativas de 2016 que rodearon el referéndum sobre el brexit, o las elecciones presidenciales estadounidenses, las autoridades no fueron conscientes de la naturaleza y gravedad del desafío al que nos enfrenamos.
El papel de la tecnología
Con la tecnología, es muy fácil crear una historia sobre todo tipo de cosas, con datos personales que se obtienen de la red, como indica Alexandre Alaphillippe, director ejecutivo del EU DisinfoLab. Uno se puede inventar una historia y una personalidad online y tiene la capacidad de hacer pensar a la gente que esto es verdad. Esto es posible porque tenemos un nuevo paradigma: ahora vivimos en el mundo de la tensión psicológica. Y es que las plataformas están diseñadas para que la gente pase el mayor tiempo posible en ellas y aprendan más de cada persona. Ese conocimiento se utiliza en las estrategias de desinformación.
La desinformación utiliza imágenes vinculadas a un concepto. Esas imágenes no siempre son verdaderas, o no pertenecen a los acontecimientos que se pretenden criticar. Toda esta información no se queda limitada a nuestro país, sino que circula por el mundo, porque es nuevo contenido para la gente que no lo ha visto.
Polarización de la sociedad
Los grupos polarizados surgen porque solemos ser amigos de gente que es como nosotros. Es gente que tiene una manera particular de ver el mundo. Si una persona siempre ve el mismo tipo de contenido, éste se convierte en verdadero. El sujeto, entonces, tenderá a seguir lo que le parece que piensa la mayoría. En este sentido, cuanto menos confía una persona en las instituciones, más predispuesta se halla a reunirse con personas que piensan como ella. Ese grupo se puede manipular porque se sabe lo que quiere ver y es lo que se le va a mostrar con la desinformación.
La desinformación, indica Ana Palacio, no es la enfermedad en sí, sino un síntoma de un mal mucho más amplio y profundo que afecta a la sociedad. Por tanto, hay que responder a los creadores de noticias falsas en Rusia.
Alfabetización digital
Erradicar las fuentes de desinformación es una buena política, que actúa por el lado de la oferta. Pero también es preciso actuar por el de la demanda. De lo contrario, Occidente corre el riesgo de verse inmerso en una guerra interminable. Ahora bien, actuar por el lado de la demanda es mucho más difícil porque hay que hacerlo mediante la educación. Italia, en este sentido, constituye un buen ejemplo porque está introduciendo cursos de alfabetización en relación con los medios modernos de información. Es lo que se conoce como alfabetización digital.
Además, es preciso recuperar la relación entre el político y el ciudadano. Una relación que se ha deteriorado en las últimas décadas porque los políticos, en sus decisiones, han dejado de lado a la ciudadanía y sus intereses. Si la sociedad siente que no tiene poder, se convierte en un campo abonado para la extensión de la desinformación. Además, los ciudadanos acaban transitando hacia las realidades alternativas que presentan las nuevas tecnologías.
Nuevas narrativas
En la lucha contra la desinformación también es preciso crear nuevas narrativas. Las que teníamos han quedado obsoletas. La prosperidad ya no es la narrativa principal en Europa, en especial después de la crisis. Este desencanto se combina con las consecuencias socioeconómicas del declive demográfico. A lo que se suma también los efectos en todos los sentidos que tienen el cambio tecnológico y la globalización. El resultado de este cóctel es que la sociedad se siente pérdida, a la deriva, en un entorno que ya no controla.
Desde esta perspectiva, tenemos que ser conscientes de que nos estamos enfrentado a desafíos cada vez más difíciles cuando tratamos de afrontar las demandas de la sociedad. Vivimos en un mundo que cambia a velocidades de vértigo. Estamos llegando al final de un periodo de doscientos años en los que la idea de la ilustración y la importancia de la persona eran fundamentales. Hoy, esas ideas están en retroceso y se da prioridad a la colectividad sobre el individuo. Esto es una grave amenaza para la democracia y la libertad.
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