Si hay inflación es porque el banco central ha emitido mucho más dinero del que necesita la economía para funcionar de forma ordenada y con precios estables.
A mediados del siglo XX, Milton Friedman demostró que “la inflación es siempre y en cualquier lugar un fenómeno monetario”. Dicho de otra manera, si hay inflación es porque el banco central ha emitido mucho más dinero del que necesita la economía para funcionar de forma ordenada y con precios estables. Es más, Friedman abogó por imponer una regla que limitara el crecimiento del dinero en circulación para evitar la inflación. En los países desarrollados, esa regla consistiría en un crecimiento anual de la oferta monetaria del orden del 4% o 5%. Como estima Juan Castañeda, profesor de Economía de la Universidad de Buckingham, esa tasa es compatible con una inflación del 2% -el objetivo de los bancos centrales- y un crecimiento económico también del 2%. Entonces, si sabemos todo esto, ¿por qué hay inflación? ¿por qué hemos vivido un periodo inflacionista en los dos últimos años?
¿Por qué hay inflación?
Pues porque, como indica Daniel Lacalle, economista jefe de Tressis S.V., los bancos centrales no están prestando atención al dinero en circulación. De hecho, si repasamos las explicaciones sobre el último episodio inflacionista dadas por las autoridades económicas y monetarias de los países desarrollados, encontramos toda una amplia gama de razones. Nos hablan de la ruptura de las cadenas de valor, o del encarecimiento de las materias primas. En fin, que siempre encuentran un culpable en cualquier parte menos en aquella en la que hay que buscarlo, que es la política monetaria de los bancos centrales. Porque si las causas fueran esas que dicen las autoridades, hoy tendríamos deflación, puesto que los precios de las materias primas están por debajo de los niveles de 2019. Pero, como bien sabemos, no estamos en una situación de crecimiento negativo de los precios.
Lo que viene sucediendo, que es algo en lo que coinciden Castañeda y Lacalle, es que los estados están creando más dinero del que se necesita a través del gasto público. Un gasto que, como no pueden financiarlo, obliga a los estados a emitir unos bonos que tienen que comprar los bancos centrales. Así es que parece que estamos en aquello que dijo Thomas Sargent de que «la inflación elevada y persistente es siempre y en todo lugar un fenómeno fiscal». Si alguien lo duda, no tiene más que ver cómo han engordado los balances de la Reserva Federal estadounidense y del Banco Central Europeo con las operaciones de compra de bonos llevadas a cabo desde 2008. Unos bonos que se han pagado con dinero creado específicamente para ello.
Política monetaria y causas de la inflación
Por supuesto, los defensores de esta expansión monetaria y fiscal acuden a las crisis por las que hemos atravesado en las últimas décadas para justificarla. Pero ¿de verdad era necesario emitir tanta deuda? Porque Castañeda indica que durante la crisis del Covid, habría bastado con que los bancos centrales concedieran a los gobiernos créditos flexibles, en vez de haber creado dinero permanente como han hecho. En realidad, esta es la pauta que se viene repitiendo desde la crisis asiática de 1997 y la de la deuda rusa del año siguiente. Y lo mismo se hizo en 2001, 2008, 2011 y 2020. El año de la pandemia, sin ir más lejos, la Reserva Federal aumentó la cantidad de dinero en un 25%. Por su parte, el Banco de Inglaterra la incrementó en un 15% y el Banco Central Europeo en un 12%. Desde la década de los 70, que registró tasas de inflación muy elevadas, no se había vuelto a ver semejante desgobierno en el control de la oferta monetaria. Ante estos datos, Castañeda estimó en 2020 que la inflación podría subir en Estados Unidos hasta el 10%. En 2022 llegó hasta el 9,2% y no fue más allá porque la Reserva Federal pisó el acelerador de la subida de los tipos de interés para frenarla. Pero el daño ya estaba hecho.
El problema del último episodio inflacionario, además, tiene un elemento que obliga a reflexionar sobre la responsabilidad de los bancos centrales. En 2008, el crecimiento de la cantidad de dinero se aceleró drásticamente. Fue la respuesta que dieron los bancos centrales a la crisis financiera internacional bajo la forma de lo que se vino a llamar quantitative easing (QE). Es decir, la compra acelerada de bonos y otros activos financieros en cantidades ingentes para inyectar dinero en el sistema financiero y en la economía a través de la expansión del gasto público. Como de aquella experiencia no se derivó una escalada de los precios de consumo, los banqueros centrales concluyeron que el QE no era un problema y podría volver a utilizarse en el futuro en circunstancias extraordinarias. Esas circunstancias se dieron con el Covid, los bancos centrales repitieron la receta y llegó la inflación. Ese es el verdadero quid de la cuestión, no la subida del precio de la gasolina o del trigo. Porque lo que sucedió es que subieron todos los precios.
El problema, en última instancia, es esa expansión del gasto público. Si un gobierno dice que, para superar una crisis, hay que gastar más, a los bancos centrales les resulta difícil no ceder en algún momento ante estas presiones. Por eso es importante que las autoridades monetarias sean independientes del poder político. Pero no basta con ello. Hay que exigirles también responsabilidad. Castañeda propone que los dirigentes de los bancos centrales acudan periódicamente al parlamento a rendir cuentas. No obstante, el Banco Central Europeo tiene esa obligación, de acuerdo con lo establecido en los tratados europeos. Sin embargo, hemos tenido inflación en la Eurozona. Y es porque falta la capacidad de que los parlamentos puedan cesar a los banqueros centrales que incumplen lo que debe ser su mandato único, que es garantizar la estabilidad de precios, como también propone Castañeda.
La inflación no es solo un fenómeno monetario; también es un fenómeno fiscal.
En cualquier caso, queda un problema por resolver, como advierte Lacalle. Y es que, por mucho que se reduzca la discrecionalidad de los banqueros centrales, si el Estado no hace lo propio con los presupuestos, con el gasto público, los bancos centrales tarde o temprano acabarán cediendo a las presiones del Estado. Por eso, la inflación no es solo un fenómeno monetario; también es un fenómeno fiscal. Es la lección que tenemos que aprender.
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