Winston Churchill dijo una vez que “la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado”.
Es decir, como sistema de organización de la vida política, la democracia es el mejor sistema que conocemos… pero es imperfecto. Y es imperfecto porque esta es la condición del ser humano. Por tanto, no cabe esperar la perfección en todo aquello que dependa de las decisiones del hombre, ya sean individuales o colectivas. Ni siquiera debemos esperar que la mayoría tenga razón por el simple hecho de ser mayoría. Eso solo implica que un número destacado de personas piensan lo mismo, pero no garantiza que esa idea sea correcta, o la mejor posible. Cantidad, en este caso, no es sinónimo de calidad.
Detrás de esta realidad subyace el hecho de que el hombre es menos racional de lo que se le supone. La Economía del Comportamiento ha demostrado que el homo economicus es menos racional de lo que suponía la teoría económica clásica. Por el contrario, las decisiones económicas se ven influidas por factores emocionales, cognitivos y sociales, así como por sesgos y por elementos heurísticos.
Con las decisiones políticas sucede tres cuartos de lo mismo. Una de las bases fundamentales de la teoría de la democracia es que los ciudadanos se comporten de manera racional. Lo cierto, sin embargo, es que las cosas no son así. La racionalidad del votante no es más que un mito, como explica Bryan Caplan, profesor de Economía en la Universidad George Mason y autor del best seller El mito del votante racional. Y, como es un mito, las democracias, en muchos casos, no siempre optan por las mejores políticas.
La mayor parte del cuerpo electoral, explica Caplan, apenas sabe de economía y de política. E ignora los efectos que puedan tener las distintas políticas. Eso es un síntoma claro de falta de racionalidad. La ley de los grandes números, sin embargo, dice que los votantes que saben de ambas cosas son los que tienen el control. Si el 90% vota al azar, un 45% a un lado y un 45% al otro, el 10% restante es quien de verdad tiene el poder porque ganará aquella propuesta por la que se decante. De esta ley se deduce que el resultado sería la victoria de la mejor opción. Esta hipótesis, sin embargo, es incorrecta, advierte Caplan. Es más, los errores de los votantes, y las políticas que resultan de sus elecciones, no son aleatorios, sino sistemáticos, porque son el fruto de la ignorancia y el miedo de los ciudadanos. Los errores no se compensan entre sí, no se produce el milagro de la agregación, por el que la cantidad se transforma en cantidad. O sea, la alquimia de la democracia no funciona, no ha dado con la piedra filosofal.
El problema de fondo reside en los sesgos que determinan las preferencias de los electores. De entre ellos, destacan cuatro por lo marcados que son y por su carácter casi universal. El primero de ellos es el sesgo anti mercado. Se produce cuando la gente cree que la prosperidad de los emprendedores, de los que arriesgan, se logra a costa de los demás. Es decir, se considera que el mercado es un juego de suma cero y se ignoran los efectos positivos que tiene en forma de creación de empleo y riqueza y de mejora del nivel de vida de una sociedad. Eso no se aprecia, menos aun cuando surgen líderes populistas que agitan el avispero creando la imagen de ganadores y perdedores del sistema económico, aunque no existan.
A ello se suma el sesgo anti extranjero. Desde esta perspectiva, la competencia internacional es mala. No se aprecia que los productos y servicios extranjeros pueden ser más baratos y/o mejores. Solo se ve que la competencia internacional genera la desaparición de los menos competitivos. Estos se organizan para defender sus intereses y apelan a los sentimientos de la gente para conseguir su apoyo. Los inmigrantes son otra cuestión. Hay quien los ve como rivales en el mercado de trabajo, que provocan bajadas de sueldo. Pero también hay quien los contempla como personas ajenas a su cultura, su identidad nacional. Entonces surge el pensamiento tribal, la necesidad de pertenencia a un grupo, y aparece el sesgo antiinmigrante. Pero esto limita la circulación de personas y la llegada de talento al país receptor.
Después está el sesgo pro empleo, por el cual los ciudadanos tienden a valorar las políticas en función de si crean o no puestos de trabajo. El problema es que pueden aprobarse medidas que generen empleo innecesario, artificial, en vez de promover la creación de riqueza y la productividad, que es lo que de verdad mejora el nivel de vida de las sociedades.
Por último, está el sesgo pesimista, esa tendencia a pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor. La nostalgia de un pasado idílico y, a menudo, imaginado, se convierte en el leitmotiv de las políticas intervencionistas que buscan corregir males imaginados o mal diagnosticados.
El problema de estos sesgos que determinan las decisiones de voto es que sus consecuencias muchas veces no afectan de forma directa a la vida de los ciudadanos. La gente no suele sufrir directamente las repercusiones de sus decisiones, o no es consciente de ello, con lo que los incentivos para que actúen de forma racional se difuminan o desaparecen, porque cada persona es un voto. No hay una asociación directa con los resultados, como en el mercado, donde una decisión equivocada de una persona puede suponerle una pérdida económica.
La democracia, por tanto, es un sistema imperfecto, precisamente porque los seres humanos somos imperfectos. Por eso, debemos buscar formas de minimizar las consecuencias de sus defectos. Como propone Caplan, se puede tratar de despolitizar ciertas decisiones, imponer reglas de mayoría cualificada, aumentar el peso de los expertos, introducir sistemas de voto ponderado. Se puede hacer esto y mucho más. Lo que no se puede hacer es prestar oídos sordos a la realidad y negarnos a aceptar que el voto popular no es infalible. Porque si no entendemos que la racionalidad del votante es un mito, dejaremos las puertas abiertas a que los enemigos de la democracia acaben con ella desde dentro. Es así como llegan al poder y lo mantienen los autoritarios modernos.
si no entendemos que la racionalidad del votante es un mito, dejaremos las puertas abiertas a que los enemigos de la democracia acaben con ella desde dentro.
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