Una conocida maldición desea a quien es objeto de esta que viva tiempos interesantes. Esos tiempos parecen manifestarse hoy en forma de auge del populismo. Pero ¿por qué ahora y no, digamos, hace diez o quince años?
El populismo y las cuatro revoluciones
Antonio Garrigues Walker, presidente de la Fundación Garrigues, trata de esbozar una explicación. Para ello, parte de un factor esencial para explicar los tiempos que corren. Se trata del hecho de que están teniendo lugar en Occidente cuatro revoluciones simultáneas y de gran calado. La primera es sociológica, es la revolución de la mujer que se ha iniciado con #MeToo. La segunda es la revolución tecnológica, con la robótica, la inteligencia artificial, etc. La tercera es una revolución científica, basada en la biotecnología y la nanotecnología. La cuarta y última es una revolución política. La acción conjunta de las cuatro genera en la gente un sentimiento de inseguridad, de incapacidad de control de su mundo y su vida. Este escenario es el caldo de cultivo adecuado para el surgimiento del populismo.
De la noche a la mañana, el populismo se ha convertido en una fuerza que está devorando a Occidente. Ahí están la victoria de Trump, el Brexit, el auge de Alternativa por Alemania o la llegada al poder en Italia de una coalición de partidos populistas para atestiguarlo. La única excepción a esta marea, por ahora, es Japón. El país se libra porque es un archipiélago lejano. Pero, sobre todo, porque en el mundo oriental el interés general prevalece sobre el individuo.
Para poder desarrollarse, el populismo necesita encontrar culpables de algo, unos chivos expiatorios a los que endosarles la responsabilidad de todos los males. Los culpables pueden ser la casta, los ricos, el establishment, la globalización, etc., pero nunca los propios populistas. Cuando los encuentran, pueden acceder a un mercado político que, en estos momentos, está vacío porque la clase política no habla de los problemas de la gente. Véase, por ejemplo, el caso de Trump.
La clase media, en el olvido
En Estados Unidos, la clase media representa el 72% de la población y gana menos que hace diez años. ¿Por qué? Porque la riqueza allí se concentra cada vez en menos manos, como muestra que la participación en la riqueza total del 1% más rico es cada vez más grande. Clinton no representa a esa clase media, ni habla de ella. A su vez, el Partido Demócrata no presenta una oferta alternativa a la de Trump. De hecho, no se sabe lo que propone. Lo único que está haciendo es descalificar a Trump, pero la descalificación es una forma de reforzar al populismo. Trump, en cambio, habla de los problemas de esa clase media y gana.
La clave, en última instancia, reside en un hecho de suma importancia. Se trata de la ruptura del contrato social vigente desde la Segunda Guerra Mundial, por el cual se primaba el crecimiento económico a cambio de una distribución de la renta más igualitaria. Ahora, los dirigentes políticos y económicos siguen persiguiendo el crecimiento, pero la distribución de la renta ya no es tan justa. Por el contrario, las desigualdades de renta van a más. Ahora bien, cuando esa desigualdad se considera excesiva, se genera en la sociedad una reacción contra el sistema. De ese descontento se nutre el populismo.
El mal ejemplo de China
Para complicar más las cosas, aparece en el escenario China. El gran dragón asiático se abrió al comercio y la inversión internacionales desde 1975. Gracias a ello pudo reducir sus enormes niveles de pobreza, mediante la inserción global de la sociedad. El populismo utiliza el auge de Cina para cuestionar el modelo económico y la democracia. Para ello, argumenta que un país con una dictadura comunista es capaz de desarrollarse como lo hace China.
Esto provoca graves problemas en Occidente. ¿Cómo justificar frente al ejemplo chino el valor de la democracia cuando el sistema político occidental no es eficaz, no funciona bien? Por eso, hay gente, en especial los jóvenes, que empiezan a pensar que no es el mejor sistema para resolver los problemas.
En este escenario surge, además, la inmigración o, mejor dicho, el temor al inmigrante. El populismo sabe que ese temor proporciona votos y lo utiliza. Ahí está lo sucedido con el Brexit, o el auge de la ultraderecha alemana, para atestiguarlo. Este tema está infectando toda la política. Ahora bien, si hubiera una política europea de inmigración, eso sería la salida perfecta. No hay que olvidar, al respecto, que la historia de la humanidad es la historia de las migraciones. Intentar pararlas es inútil. Lo que habría que hacer es ayudar a los países de origen de los inmigrantes. También se deben aplicar políticas de integración de los inmigrantes porque, en caso contrario, surgirán problemas.
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