¿Tenemos razones para mirar con optimismo al mundo actual? Desde luego, no invita precisamente al optimismo el bombardeo constante de informaciones sobre los puestos de trabajo que, se supone, van a perderse a causa del cambio tecnológico; los aumentos en la desigualdad de la renta en los países occidentales; los empleos en las naciones avanzadas que ha hecho desaparecer la globalización; las fábricas que se han llevado a los lugares con mano de obra barata o el incierto futuro de los sistemas de protección social. Por el contrario, en este escenario tan deprimente que dibujan los medios de comunicación, lo natural es que las personas se depriman y miren con enorme pesimismo hacia el futuro.
El problema es que, en medio de tanto cambio tan acelerado, la gente tiene la sensación de que el pasado era mejor, sobre todo porque las personas creen que podían controlar sus vidas de alguna manera. Johan Norberg, senior fellow del Cato Institute, en cambio, discrepa por completo de esta visión fatalista, porque analiza la realidad a partir de datos objetivos y con perspectiva histórica. Por ello, a Norberg no le parece que cualquier tiempo pasado fuese mejor que el actual, sino todo lo contrario.
En realidad, dice Norberg, el mundo no es tan malo como parece, sobre todo gracias a los avances en la ciencia y la tecnología. Lo que pasa es que el proceso de cambio que estamos viviendo resuelve unos problemas, pero también provoca que aparezcan otros nuevos como consecuencia de la necesidad de las sociedades de adaptarse a esos cambios. Por eso, la gente piensa que antes estábamos mejor que ahora, en especial cuando ese ahora viene marcado por un ritmo frenético de cambio como el que están provocando las nuevas tecnologías. En estas situaciones, hay que entenderlo, el ser humano tiende a sentirse impotente, deprimido, incapaz de lidiar con lo que supuestamente se le viene encima, porque piensa en términos lineales mientras que el cambio tecnológico es exponencial. A nadie le debe extrañar, por tanto, que el resultado sea que la gente piense que antes se encontraba mejor.
Los datos, sin embargo, desmienten esta visión. Cojamos, por ejemplo, la esperanza de vida, como hace Norberg. Hace dos siglos, antes de la revolución industrial, una persona podía esperar vivir, por término medio, unos 35 años. En los países avanzados hoy lo normal es que esa persona supere los 80 años. Es más, en estos momentos no hay un país sobre la Tierra, por pobre que sea, en el que la esperanza de vida no supere los 40 años, cuando hace doscientos años ninguna nación llegaba a ese nivel. ¿Qué ha ocurrido en ese tiempo? Pues que a gente ya no se muere de hambre, como antes, ni fallece a causa de enfermedades que hoy se curan con un simple antibiótico.
Hace doscientos años, también, el 95% de la población mundial vivía en situación de extrema pobreza, una situación que hoy define el Banco Mundial como vivir con menos de dos dólares al día. Pero llegó la revolución industrial, apareció la división del trabajo, vino el comercio libre y las cosas cambiaron de forma radical, hasta el punto de que la pobreza extrema ha caído hasta el 9% de la población mundial, cuando hace 25 años afectaba al 37% de la humanidad. Este logro se ha producido gracias a la globalización. De hecho, a causa de la globalización, cada día 1.400 personas en todo el mundo salen de la pobreza; paralelamente, hay 2.000 millones de personas que duplican su renta cada diez años.
Cuando se esgrimen estas cifras, los enemigos de la globalización enseguida tratan de defender su posición exhibiendo aquellas otras que hablan del aumento de la desigualdad de rentas en el mundo. Y Norberg vuelve a matizar el sentido de la crítica, primero porque las desigualdades entre países se han reducido y, segundo, porque aquellos países que eran más igualitarios en el pasado, lo eran porque tenían rentas muy bajas, esto es, eran igualitarios, pero en la pobreza. Además, hay que tener en cuenta que, cuando se sale de situaciones de pobreza, no todo el mundo lo hace al mismo ritmo, con lo que las desigualdades aumentan. Pero ¿qué es lo relevante, el aumento de las desigualdades o la reducción de la pobreza? Norberg se decanta claramente por lo segundo.
Gracias a la reducción de la pobreza, la gente tiene más acceso a la cantidad de alimentos que necesita ingerir cada día una persona y mejora su dieta, que se hace más equilibrada. También tiene acceso a la atención médica, medicinas, cirugía, etc., gracias a que los desarrollos tecnológicos y la acción de los empresarios han reducido los precios de las cosas que forman parte de nuestra vida diaria y explican nuestro bienestar. Por eso se ha producido el aumento de la esperanza de vida desde los 35 años; por eso, también, un niño que nazca hoy tiene una altísima probabilidad de llegar a la edad de jubilación. Y la globalización hace más fácil transmitir el conocimiento, la forma de usar las cosas, que explica estos logros.
Las libertades juegan un papel fundamental en todo esto, en concreto tres de ellas: la libertad de explorar nuevos conocimientos (sobre el cuerpo, sobre algoritmos, etc.), la libertad de experimentar con ellos a través de nuevas tecnologías y modelos de negocios y la libertad de intercambios a través de las fronteras de conocimientos, de tecnologías. Con ello, las probabilidades de resolver los problemas del mundo son mayores, porque hay más gente pensando y trabajando en ello gracias a estas tres libertades.
Ahora bien, estas libertades se ven amenazadas por los populismos, tanto los de derechas como los de izquierdas, porque la gente no entiende los progresos que estamos consiguiendo. Por el contrario, solo ve amenazas y como se siente amenazada, pide protección. Las personas creen, por las noticias, que todo está fatal y ese fatalismo se amplifica a través de las redes sociales. La gente, por eso, pide protección; es una simple cuestión de instinto de supervivencia, ya que el ser humano recuerda mejor los malos momentos que los buenos. Pero no hay que olvidar que el progreso está basado en la libertad, y no puede darse por garantizado si la libertad desaparece o se ve restringida.