Democracia: ¿qué calidad tiene en España?

Sobre el papel, democracia y libertad van de la mano y no puede existir la una sin la otra. Pero, luego, la realidad muestra que hay distintos grados de democracia. Hay democracias con más calidad, en las que se ponen límites al poder. Y hay democracias en las que esos límites son más nominales que reales. ¿Cuál es la calidad de la democracia española? Cayetana Álvarez de Toledo, diputada por la circunscripción de Barcelona; Carlos Rodríguez Braun, catedrático de Historia del Pensamiento Económico en la Universidad Complutense de Madrid, y María Blanco, profesora de Historia e Instituciones Económicas en la Universidad CEU-San Pablo, analizan esta cuestión.

Democracia y libertad

La libertad tiene que ver con la limitación del poder. Pero no queda claro hasta qué punto la democracia lo limita, señala Carlos Rodríguez Braun. El voto puede dar como resultado que los ciudadanos cada vez voten más y elijan menos. Seguimos hablando de una cosa que se llama democracia liberal. Pero estos procesos han dado lugar a sistemas híbridos de política y sociedad, de Estado y mercado, de capitalismo y socialismo. La cuestión es si este proceso de generalización de la democracia no está amenazando en cierta medida derechos y libertades de las personas.

¿Cómo es posible ser demócrata y, al mismo tiempo, propiciar un crecimiento ilimitado del poder? Si votamos, ¿no será que todo esto se ha producido por nuestra culpa? ¿No será que hemos votado porque nos suban los impuestos? En todos los países, la gente dice que no quiere pagar más impuestos, pero paga más. El poderos no se habría salido con la suya sin alguna complicidad nuestra.

Democracia y Estado

Somos cómplices porque hemos ido abandonando la idea de que hay que respetar al prójimo, su propiedad, sus derechos. Nos hemos tragado el anzuelo de que el problema no es el Estado, sino su debilidad. Algo tiene que estar mal para que identifiquemos la democracia con el recorte de las libertades. Al final, vamos a creer que la democracia resuelve los problemas sin crearlos. Si creemos eso, vamos a pedirle a la política que haya más poder, más Estado.

Lo que importa son nuestras ideas y valores que, al final, desembocan en opciones políticas y no al revés. Se puede cambiar, pero primero tenemos que cambiar nosotros. Para eso hay que votar por la libertad y para eso hay que quererla, hay que merecerla.

La crisis del sistema

Cayetana Álvarez de Toledo añade que, en el siglo XVII, se utilizaba una palabra para analizar los problemas españoles: “declinación”. No utilizaban decadencia. Estamos en una etapa de declinación vinculada a la crisis de la democracia. Pero todo es susceptible de mejorar, siempre que haya voluntad de mejora.

¿Qué sucede? Tenemos, por una parte, la banalidad de la política. La política se ha convertido en una mezcla de Twitter, zascas y Netflix. Hay ministros que encaran su labor como si fueran capítulos de una serie de televisión. O discursos en el Parlamento que se convierten en un hilo de Twitter. Primero se hacen los tuits y luego se hacen los discursos.

Gestos y mentiras

Por otra parte, está la mentira. Hoy en día no importa ni la mentira, ni la verdad. La mentira no tiene un castigo, no hay un coste para la mentira. La tercera es la pura gestualidad, el marketing, la conversión de la política en algo puramente gestual. Se sustituye el fondo, las ideas, los principios, las convicciones por un tacticismo puro de imagen. Es la tiranía de la imagen. La política está disolviéndose en todo eso.

¿Por qué ocurre? ¿Cuáles son los dos grandes flagelos contemporáneos que están degradando la democracia? Uno es algo de lo que se habla mucho. Se trata del culto a las emociones, a los sentimientos, por encima de la razón, de los argumentos. Es una especie de fe en lo subjetivo. Lo subjetivo está por encima de los hechos. Es una interpretación puramente sentimental de la democracia. La democracia es solo el derecho a votar y punto. Pero eso es falso.

Democracia e imperio de la ley

La democracia no es simplemente mis sentimientos y mis convicciones puestas encima de la mesa del debate público. Es límite al poder, como expresa John Adams cuando dice “gobierno de la ley, no del hombre”, que viene a matizar el concepto de que esto es simplemente votar. Por ello, hay que empezar a hacer pedagogía básica para explicar lo que es realmente la democracia. Y es que prima el virus de los sentimientos y de las emociones sobre las razones.

El otro gran flagelo, que converge con éste, es la idolatría de las identidades. Es el mal contemporáneo. En el siglo XX se vistió de nacionalismos y causó grandes devastaciones. Ahora usa todo tipo de ropajes. Están el separatismo, los feminismos radicales, los indigenismos. Estos movimientos buscan segregar a la ciudadanía en grupos que se proclaman a sí mismos víctimas, que se enfrentan a otros grupos sociales. Son colectivos que, como se sienten víctimas, se creen con derecho a censurar, a callar a los que opinan distinto. Eso lleva a la polarización, a la fragmentación de las sociedades y, con ello, se destruye el suelo democrático.

Esos dos procesos, sentimientos e identidad, convergen en este caos en el que estamos sumidos. El resultado es que se destruye el objetivo, la verdad, la ciencia como eje vertebrador, la ley.

¿Ciudadanos o clientes?

La libertad tiene un coste asociado, la asunción de responsabilidad. Eso compete, primeramente, a los ciudadanos, que son los que votan. Los ciudadanos no son clientes que siempre tienen la razón. Uno de los grandes problemas de la democracia es que los políticos tratan a los ciudadanos como si fueran clientes. Están todo el día viendo qué es lo que quiere el cliente. Como el cliente siempre tiene la razón, ven primero lo que opina el cliente y van a ese lado en lugar de intentar liderar la sociedad.

Por último, está la responsabilidad de la propia política. Falta convicción y organización en torno a la batalla cultural, que defiende los valores más modernos frente a los reaccionarios. Hoy podemos trazar esa distinción entre los reaccionarios y quienes defienden, a través de la razón, la modernidad, que es la vanguardia. Esa batalla hay que darla no solo desde la sociedad civil, sino también desde la propia política. No va a haber solución si la política no se aplica también a su búsqueda.

La invasión de lo privado

El Estado no solo crece. También muta cuando tiene oportunidad, advierte María Blanco. Va mutando y ocupando terrenos que siempre han sido privados y nunca han debido dejar de serlo. Una vez que pone el pie no hay quien se lo quite. El problema de este crecimiento en nuestro país es la tendencia. El Estado se afianza en su zona de confort, se atrinchera y va cogiendo terreno.

En principio, los sistemas representativos no tienen por qué ser malos si existe una protección del ciudadano. Si existe ese Estado de Derecho que evita que las democracias se conviertan en democracias tiránicas, porque no toda democracia es una democracia sana. Hay países en los que se pisotea el concepto de democracia sana. El problema es creer que una vez que hay democracia, parlamento, partidos, tribunal constitucional, ya está todo. Las instituciones, sin embargo, son seres vivos, evolucionan. Por eso, hay que asegurarse que esas instituciones son eficientes y se respetan.

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