Cuando el 9 de noviembre de 1989 cayó el muro de Berlín, nadie podía imaginar que la combinación de economía de mercado y democracia liberal que había derrotado al comunismo pudiera llegar a verse seriamente amenazada pocos años después. El orden internacional que se fue construyendo de forma progresiva tras la Segunda Guerra Mundial, basado en la libertad de circulación de bienes, servicios y capitales, y acompañado por el avance de la democracia como forma de gobierno en la mayor parte de los países, hoy se ve amenazado por el avance del populismo en los países occidentales. La victoria de Donald Trump en Estados Unidos, el país que ocupa el centro de ese sistema, el triunfo del Bréxit o la posibilidad de que el Frente Nacional pudiera llegar a obtener la victoria en las elecciones francesas, constituyen ejemplos muy claros del alcance que tiene la ola populista que, con mayor o menor intensidad, afecta a Occidente y de las consecuencias que puede traer consigo, en forma de debilitamiento de la democracia y de fractura del orden internacional, según explica Ngaire Woods, decana de la Escuela de Gobierno de la Universidad de Oxford.
Si nos preguntamos cómo se ha podido llegar a esta situación, Woods responde sencillamente que la raíz del problema se encuentra en la complacencia tremenda en la que se instaló la clase política tras la caída de la Unión Soviética. Dicho de otra forma, la clase política se durmió en los laureles, creyó que, con la caída del comunismo, la democracia ya no tenía enemigos y, entonces, los políticos dejaron de escuchar a los ciudadanos y se olvidaron de que la democracia es un proyecto que debe implicar a todos.
Mientras esto sucedía, la globalización seguía avanzando, a través del desarrollo de las tecnologías de la información y las comunicaciones y de la liberalización de los movimientos internacionales de capitales. Al mismo tiempo, surgían las economías emergentes de Asia, en especial China, como nuevos focos de atracción de inversiones y como nuevos competidores de Occidente. Y, en paralelo, se producía un cambio tecnológico de carácter exponencial. Todo ello, en conjunto, empezó a afectar a los ciudadanos occidentales porque, indica Woods, para muchas personas se tradujo en el estancamiento de su poder adquisitivo o, incluso peor, en una pérdida del mismo, con lo que su nivel de vida empeoró. Esa tendencia venía produciéndose desde la década de los 80 y se agudizó con el cambio de siglo. El malestar en las sociedades occidentales, por tanto, ya se estaba gestando.
La raíz del problema se encuentra en la complacencia tremenda en la que se instaló la clase política.
El acontecimiento que viene a cambiarlo todo es la crisis financiera internacional. Que un problema con el sistema bancario estadounidense se transformase en una crisis económica global, que destruyó decenas de millones de empleo en Occidente, fue la gota que colmó el vaso, comenta Woods. El modelo global, que ya venía cuestionándose desde finales de la década de los 90, entonces se ve seriamente en entredicho a causa de la ausencia de una regulación financiera mundial que evite estos problemas internacionales, que antes de la globalización no se producían porque la escala de la crisis era local. Y eso es la gran preocupación porque, como indica Woods, la historia de los últimos cien años nos ha enseñado que el apoyo a los partidos de corte populista aumenta sistemáticamente después de una crisis global, que es lo que sucede ahora en Occidente.
Así es que al deterioro de las expectativas de los ciudadanos y a la pérdida de nivel de vida que vienen experimentando desde hace tiempo, ahora hay que sumar el descontento por una crisis que, ante sus ojos, solo implica que nadie gobierna la globalización, que nadie tiene el control sobre la misma, que eso les hace daño y que quieren volver a recuperar el poder sobre lo que afecta a sus vidas, en especial una clase media que sufre con especial intensidad las consecuencias que acarrea la conjunción de todas las tendencias anteriores.
Al deterioro de las expectativas de los ciudadanos y a la pérdida de nivel de vida…ahora hay que sumar el descontento por una crisis que, ante sus ojos, solo implica que nadie gobierna la globalización.
De hecho, recuerda Woods, quienes apoyan a los populistas, quienes les otorgan su voto, no son precisamente los más pobres y desfavorecidos. Por el contrario, el populismo encuentra su principal granero de votos en unas clases medias a las que se les ha arrebatado el sueño americano de prosperidad si uno trabaja y se esfuerza. Esas clases medias, además, ven que el poder político solo se preocupa de las minorías, no de sus problemas. En este contexto, el ambiente político y social se enrarece, se revoluciona. La cuestión es si ese movimiento traerá consigo un fortalecimiento de la democracia o si, por el contrario, la debilitará, puesto que en ese río revuelto es donde pescan los partidos populistas.
Para conjurar este peligro, Woods aconseja a los dirigentes políticos que aprendan tres lecciones de los populistas. En primer lugar, los populistas hablan el lenguaje de la gente, sus intervenciones se refieren a los problemas de las personas y en ellas apelan a sus sentimientos. Los líderes políticos, en cambio, no actúan así y con ello demuestran lo lejos que se encuentran de la sociedad y transmiten la sensación de que se preocupan poco por la gente. En segundo término, los populistas emplean mensajes simples y directos, aunque a menudo sean simplistas y falsos. Pero tienen la virtud de que, con ellos, se dirigen directamente a la gente y la gente los entiende, lo que lleva a la tercera lección. A través de ese lenguaje, los populistas envían un mensaje de transformación, de salvación, para movilizar una energía poderosa. Los dirigentes políticos, por tanto, deben aprender rápidamente de los populistas acerca de cómo comunicar con la gente, deben reconstruir la relación entre gobernantes y gobernados.
El desafío populista, advierte la profesora Woods, es un desafío al imperio de la ley, a ese imperio de la ley que costó cientos de años desarrollar. Pero, si se hacen las cosas bien, también es una oportunidad para renovar las democracias. La oportunidad de renovación está ahí porque los partidos políticos tradicionales están colapsando. Esto abre espacio para que surja una nueva clase de políticos que sepa escuchar a la gente.
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