Cuando se observa la historia global surgen preguntas que no suelen aparecer cuando el estudio de la historia se limita a un momento del tiempo o a un espacio físico concretos. Las cuestiones que esta observación le suscita a Felipe Fernández-Armesto, catedrático de Historia Moderna en la Universidad de Notre Dame (EEUU), parecen sencillas, pero su respuesta no lo es tanto. Así, Fernández-Armesto se pregunta: ¿por qué la cultura humana cambia tanto de un país a otro, y por qué evoluciona a ritmo frenético? ¿Se puede cambiar y evolucionar sin límite?
Para tratar de encontrar una respuesta a estas cuestiones, Fernández-Armesto, que estudia estas cuestiones en su libro Un pie en el río: sobre el cambio y los límites de la evolución, establece un punto de partida: lo que distingue al hombre de los simios es tener una gama amplia de culturas y el reconocimiento de que los chimpancés son animales culturales en el sentido de que tienen comportamientos aprendidos, además de los instintivos.
Este punto de partida es importante porque el hombre forma parte de la Naturaleza y en ella se inscribe lo cultural, que es parte de un esfuerzo. La cultura la aprendemos, pero no solo nosotros, los seres humanos. Chimpancés y orangutanes son criaturas con cultura, tienen comportamientos humanoides. Estas especies san herramientas, lloran y ríen, hacen la guerra y practican el imperialismo, indica Fernández-Armesto.
La cultura humana, sin embargo, supera a la de cualquier grupo animal, por ejemplo, la cultura política. En el pasado, el macho alfa, tanto en los animales como en los hombres, dominaba y lideraba el grupo. Pero, a partir de ahí, el ser humano desarrolló nuevas culturas políticas mientras que los animales siguieron con la cultura inicial que habían adquirido.
El origen de esa divergencia entre los animales y el hombre es la imaginación. La evolución del ser humano es producto de la imaginación porque ella nos permite ver el mundo, concebirlo de otra u otras formas distintas y, a partir de ahí, trabajamos para cambiarlo.
Esa imaginación se compone de dos facultades. La primera es la memoria y la del ser humano es muy falaz, nos engaña porque adaptamos los recuerdos de lo que sucedió. Eso conduce a que tengamos una imaginación profunda y fértil, porque es una forma de ver lo que no está ahí. El otro ingrediente es la anticipación. Y la imaginación es el producto de la unión de esas dos facultades.
Otra cosa que nos distingue de los chimpancés es que habitamos grupos relativamente grandes. La memoria es un efecto del tamaño de nuestras sociedades, porque cuanto más grandes son esas sociedades, más tiende nuestra memoria a ser falaz, a adaptar los recuerdos.
Las culturas, por ello, no evolucionan, no se desarrollan, no progresan, ni siguen ninguna trayectoria regular, lineal o predecible. Se limitan a cambiar, para bien o para mal, no de modo determinado hacia esquemas complejos, pues a veces se hacen más simples.
De hecho, Fernández-Armesto considera que nuestra manera de vivir depende de nosotros, no está codificada en nuestros genes o cualquier unidad análoga, ni implícita en la evolución ni determinada por el entorno. Si no nos gusta, podemos volver a imaginarla y luchar por darle otro aspecto.
Fernández-Armesto no se limita a explorar el pasado. También se ocupa del presente y especialmente del futuro. Su gran temor es que estemos creando una sociedad donde la pluralidad y la diversidad estén desapareciendo, sustituidas por una homogeneidad cultural que terminará, si llega a implantarse definitivamente, destruyéndonos. Es el de caer en la tentación de crear una sociedad uniforme, en la que el intercambio de ideas, propio de culturas diferentes, se desvanezca, condenándonos a un mundo sin cambios.