Uno de los temas centrales de nuestro tiempo es el del futuro del trabajo humano, sometido, como otros ámbitos de nuestra vida en las últimas décadas, a fuerzas de cambio bastante poderosas.
Al decir de algunos, podrían transformarlo radicalmente, hasta llegar a hacerlo superfluo en su gran mayor parte. Ello supondría, lógicamente, un cambio radical en los patrones históricos de la vida humana en sociedad, en los que la experiencia del trabajo ha ocupado un lugar central, tanto en términos de la obtención de sustento y del crecimiento económico como, sobre todo, en términos de la obtención de sentido para la propia vida, muy en primer lugar, como partícipes en el entramado de intercambios y donaciones recíprocas en que consiste la vida en comunidad.
El temor, el desasosiego o, simplemente, la incertidumbre con respecto a que algo así ocurra pueden estar detrás del renovado interés académico y en la discusión pública internacional, y nacional, sobre el futuro del empleo. Probablemente también lo está la sensación de incertidumbre e inseguridad extendida tras la última crisis económica. Y también debe de estarlo la sensación de que algunos cambios tecnológicos parecen estar acelerándose, como los relativos a máquinas dotadas de alguna forma de inteligencia artificial.
En ese contexto y en el marco de su programa de «Espacio Público», la Fundación Rafael del Pino encargó a Víctor Pérez-Díaz la convocatoria y la coordinación de una reunión en que pusieran sus ideas en común expertos en esta temática, bien sea por su ocupación académica o investigadora, bien por un conocimiento más cercano, como empresarios o representantes de los trabajadores. La reunión se celebró el 29 de noviembre de 2016, en la sede de la Fundación, bajo su liderazgo.
Tras analizar las tendencias y dimensiones del fenómeno, así como las causas y contexto de los cambios, los expertos distinguieron dos tipos opuestos de grandes narrativas en la discusión pública y académica sobre las consecuencias sociales e individuales de la digitalización, la automatización, la liberalización de los mercados y la globalización: una más optimista, en la apreciación habitual, y otra más pesimista.
Narrativa optimista
La narrativa más optimista estaría bastante extendida entre los economistas y se apoyaría en razonamientos y en la experiencia histórica hasta ahora. Los cambios tecnológicos en curso son un rasgo inherente al capitalismo, un orden económico con elevadas dosis de innovación disruptiva (Schumpeter). El momento actual es un momento más de esa disrupción, como los ha habido en el pasado. Y, como en el pasado, y en contra de las predicciones más agoreras (ludditas), no se destruye empleo en términos netos, no se reduce la cantidad de trabajo que se puede llevar a cabo, sino que se destruyen determinados empleos y se crean otros. Ello se debe a que los cambios técnicos (y de otro tipo) revierten en ganancias de eficiencia que reducen los costes y abaratan los productos, aumentando así su demanda, requiriéndose de más trabajadores para satisfacerla. Asimismo, se libera mano de obra, que puede emplearse en la satisfacción de otras necesidades, que se cubren gracias a que el producto crece. Conviene distinguir, por tanto, entre el corto y medio plazo y el largo plazo. Hasta ahora, los resultados a largo plazo (en términos de bienestar material, de cantidad de empleo, de niveles de renta per cápita, de ganancia de poder adquisitivo de los trabajadores) son muy positivos, aunque a corto plazo haya perdedores.
Narrativa pesimista
Entre las narrativas más pesimistas, podemos destacar dos, a guisa de ilustración. Una se centra en las consecuencias de los cambios tecnológicos en curso. Estos tendrían una cualidad radicalmente nueva, en la medida en que no conllevarían una nueva complementariedad entre los humanos y las máquinas, sino una sustitución de los primeros por las segundas (Brynjolfsson y McAfee, 2014). A largo plazo supondrían un mundo en el que casi todos los bienes o servicios imaginables los producen máquinas (robots) y solo trabajan unos pocos, en general muy cualificados y con altos ingresos, y la gran mayoría no tiene trabajo, y no puede subsistir sobre la base de sus propios ingresos laborales (Ford, 2015). Ford considera la posibilidad de una distopía, que denomina “tecnofeudalismo”, según la cual los ricos y los poderosos vivirían en comunidades separadas del resto, defendidas militarmente, o en ciudades para la elite, todo lo cual se diferenciaría del feudalismo histórico en que el resto de la población (los campesinos, en tiempos) ni siquiera sería explotado, sino, simplemente superfluo.
La otra narrativa, en nuestra ilustración, cubre una mayor parte del conjunto de cambios considerados más arriba (automatización, liberalización de mercados, globalización), y es mucho más crítica del sistema capitalista. Según Evans y Tilly (2015), los cambios actuales forman parte de una tendencia a largo plazo según la cual el cambio tecnológico viene siendo utilizado para reducir el poder colectivo de los trabajadores y transferir recursos desde los trabajadores a los capitalistas. Los cambios tecnológicos y organizativos y la regulación de los mercados no son asépticos, sino políticos. La trayectoria que marcan es la de una distopía, con una gran escasez de trabajo, unos pocos recogiendo grandes beneficios (rentas) del cambio tecnológico y de la protección de la propiedad de las ideas, y el capital crecientemente dictando las condiciones de trabajo, lo que significa una creciente extensión de la precariedad y de condiciones de trabajo opresivas, así como una creciente polarización social, todo lo cual se haría sentir con más intensidad en los países del sur que en los del norte.
Alternativa de «presente continuo»
Los autores del informe presentan una tercera alternativa, un enfoque realista, que llaman «de presente continuo», que puede servir para el manejo entre todos de esos procesos de cambio y de sus consecuencias. Lo denominan presente continuo porque no es un mero presente, un vivir al día, y tampoco es un vivir en un presente entendido como mera anticipación de un futuro a conquistar por medio de una gran estrategia clarividente, tal vez impulsada por elites carismáticas futuristas. Sino que implica una continuidad con la experiencia pasada, y un (posible) aprendizaje de esta, y un situarse habitualmente en el futuro próximo, imaginable, previsible, sin dejarse arrastrar o desesperar por futuros lejanos impredecibles, utópicos o distópicos. En esta última consideración se concede una relevancia especial a los modos de la discusión pública sobre esas políticas.