Uno de los denominadores comunes del auge del populismo en los países occidentales es la existencia de unos electores que están furiosos con la clase política de sus respectivos países. Ese enfado es el que llevó a Syriza al poder en Grecia, a Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos o al radical Jeremy Corbyn al frente del Partido Laborista. Ese enfado explica, también, el auge del Frente Nacional en Francia, de Alternativa por Alemania o de Podemos en España.
Esta tendencia, que se extiende por el mundo desarrollado, es un hecho de sobra conocido, pero ¿por qué se produce ahora y no antes? Adrian Wooldridge, editor del semanario The Economist, en el que escribe la columna Schumpeter, ofrece una respuesta que se aleja de los argumentos habituales relacionados con la globalización o el cambio tecnológico. Para Wooldridge, la raíz del problema se encuentra en los fallos que tiene el gobierno, fallos que se podrían corregir si las élites políticas se dedicaran a pensar en cómo se puede mejorar el gobierno, que es lo que no han hecho. Y como nadie se dedica a reflexionar sobre esta cuestión, el resultado no ha sido otro que la idea de que no se puede hacer nada para arreglar los males que aquejan al Estado. De ahí a que empiece a reinar entre los ciudadanos un sentimiento, cada vez más fuerte, de desapego hacia las instituciones tradicionales. Hay solo un paso, una distancia muy pequeña, que los líderes populistas han sabido aprovechar en su favor para hablar no de reformar el Estado, sino de destruir el sistema para construir otro nuevo que encarne las ideas del líder populista, como, por ejemplo, la xenofobia, el igualitarismo, el nacionalismo y el proteccionismo.
El populismo, sin embargo, no tiene porqué ser el destino inexorable de las sociedades occidentales porque, afortunadamente, el problema de los fallos del gobierno tiene solución. Y esta consiste en algo tan simple y sencillo como reinventar el Estado. Wooldridge denomina a este proceso “la cuarta revolución”. Pero ¿por qué la cuarta? Pues porque, como enseña la historia, desde que el Estado moderno se creó en Europa, esta institución ha estado reinventándose constantemente. Ese proceso de invención y reinvención del Estado ha conocido “tres revoluciones y media”, en palabras de Wooldridge. Así es que la que habría que acometer ahora sería la cuarta.
La primera de las revoluciones, que tuvo lugar en el siglo XVII, buscaba aportar seguridad física a los países europeos en un entorno de guerra constante. No hay que olvidar que al siglo XVII europeo se le conoce como el Siglo de Hierro porque las guerras, las enfermedades, el clima adverso, las malas cosechas, el hambre y las revueltas populares que trae consigo y las más diversas calamidades azotaron a Europa con especial virulencia en esa centuria. La solución que encontraron los europeos para protegerse de los cruentos conflictos bélicos que conocieron y del rosario de males que arrastraron con ellos fue la creación de los estados centralizados. El filósofo Thomas Hobbes lo consideraba como la única respuesta a la maldad, la brutalidad y la brevedad de la vida humana y lo bautizó con el nombre de un monstruo bíblico: Leviatán. La invención del estado centralizado fue un éxito, según Wooldridge, porque de la competencia entre los estados europeos nació un sistema de gobierno en constante mejora. Esa competencia fue una de las causas de que Occidente empezara a sacar ventaja a las demás regiones del planeta y convirtió a Europa en el verdadero centro del poder mundial.
La segunda revolución tuvo lugar a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX y venía inspirada por el deseo de libertad. Aunque hay quien identifica ese cambio con la revolución americana, o con la francesa, lo cierto es que la verdadera revolución tuvo lugar en Gran Bretaña, en la época victoriana. Su objetivo era promover la libertad individual, para lo que resultaba necesario introducir la responsabilidad del Estado y acotar su capacidad de limitar y recortar dicha libertad. Los británicos “copiaron” de los chinos la idea de una función pública profesional y eficiente, en sustitución del sistema de reparto de rentas a la aristocracia que la caracterizaba hasta esos momentos. El filósofo John Stuart Mill, además, defendió la idea de la necesidad de reducir la presencia del Estado y su tamaño y limitar su papel a una mejor provisión de servicios para la gente.
La inspiración de la tercera revolución fue la compasión. Esta revolución tiene lugar tras el final de la Segunda Guerra Mundial, como consecuencia de la experiencia traumática de la crisis generalizada producto de la Gran Depresión. Esa experiencia fue una de las principales causas del conflicto bélico. Los liberales británicos pensaron que era necesario invertir en la calidad de la población, en su bienestar, por lo que resultaba necesario proveer a los ciudadanos de servicios como educación, sanidad y pensiones. De esta forma nació el Estado del bienestar, o Estado benefactor, o Estado providencia.
Este modelo, que surgió en Gran Bretaña, se fue extendiendo al resto de países occidentales. Al mismo tiempo, el Estado empezó a crecer cada vez más, a asumir y desarrollar más competencias, con sus consiguientes aumentos del gasto público, debido a las demandas crecientes de servicios públicos por parte de los ciudadanos y a las expectativas en este sentido, también crecientes, que fueron alimentando los políticos con sus promesas. El modelo funcionó bien durante un tiempo, pero luego generó situaciones de inflación y de estancamiento económico.
La media revolución fue el intento que llevaron a cabo Ronald Reagan y Margaret Thatcher en la década de los 80 de reducir el tamaño del Estado, pero fue media revolución porque solo lo consiguieron mientras estuvieron en el poder, explica Wooldridge. Luego llegaron los Bush, Blair o Brown y con ellos el gasto público volvió a crecer. Y no solo eso; también se produjo, paralelamente, un aumento de la regulación, esto es, de la intervención del Estado en la vida económica.
Este proceso desemboca en la necesidad de una cuarta revolución, debido a dos tipos de causas. Por un lado, están las razones negativas. La primera de ellas es un gasto público muy elevado, que provoca que la gente se vuelva adicta al mismo y da lugar a situaciones permanentes de déficit presupuestario. La segunda es una demografía adversa, en forma de envejecimiento de la población, que disminuye el número de personas que trabajan y aumenta tanto el número de jubilados como el gasto público relacionado con ellos. Desde esta perspectiva, la situación actual del modelo de Estado es insostenible.
Pero también hay dos razones positivas para justificar esa cuarta revolución. En primer lugar, se encuentra la revolución tecnológica y sus consecuencias, con su capacidad de cambiar lo que hace el Estado. La aplicación de las nuevas tecnologías supone una revolución en los servicios públicos, que aumenta la eficiencia con que se ofrecen al ciudadano. La segunda es la competencia creciente de las economías emergentes, que también tiene lugar en el ámbito de los modelos de Estado. En Asia están inventando nuevas formas de Estado para realizar la provisión de servicios públicos. Esto provoca la aparición de nuevos competidores, pero con un sistema de valores distintos en el que la democracia y la libertad tienen poco o ningún peso.
Estos elementos explican la necesidad de esa cuarta revolución, de reformar el Estado para salvarlo. Para ello es preciso que la clase política deje de hacer promesas y de generar expectativas difíciles de cumplir en relación con el Estado, porque esas promesas incumplidas y esas expectativas insatisfechas son las que dan lugar al apoyo de los ciudadanos a las opciones populistas.