Churchill dijo una vez que «si tuviera que resumir el futuro inmediato de la política democrática en una sola palabra, diría “seguro”. Ese es el futuro: un seguro contra los peligros del extranjero, un seguro contra peligros apenas menos graves y mucho más cercanos y constantes que nos amenazan aquí, en nuestra propia isla.»
En los comienzos del siglo XXI, los países democráticos necesitan ese seguro para que la libertad, el progreso y la convivencia pacífica de que disfrutan no retrocedan. Lo necesitan porque la democracia se ve amenazada desde fuera por estados autocráticos que pretenden doblegar al imperio de la libertad. Y se ve amenazada desde dentro por las derivas populistas que socavan la convivencia y buscan el enfrentamiento interno como palanca para alcanzar el poder.
Hoy, la democracia parece que está perdiendo su esencia. Para el ex presidente del Gobierno, José María Aznar, la democracia es un espacio de encuentro que permite resolver las diferencias en el seno de la sociedad de forma pacífica. Es una forma de conseguir objetivos comunes de futuro basados en ideas. La realidad de los países democráticos, sin embargo, se va distanciando de esta visión para convertirse en un producto de la mercadotecnia. En otras palabras, la democracia se transforma en una forma de estar, de transmitir eslóganes y consignas. Cuando la mercadotecnia impera, anula la discusión pacífica de las ideas y la búsqueda de soluciones comunes. La máxima expresión de esta peligrosa deriva es el populismo, a quien solo le importa el poder y para quien el poder lo justifica todo.
El problema es que el orden internacional que se creó tras la Segunda Guerra Mundial se ha terminado.
Las amenazas externas a la democracia no son nuevas. Aznar recuerda que la fuerza siempre ha sido un elemento fundamental en las relaciones entre estados. Por tanto, el recurso a la fuerza no es el problema. Lo que constituye el problema es que el orden internacional que se creó tras la Segunda Guerra Mundial se ha terminado. Por eso, es absurdo el comportarse como si todavía existiera, porque ya no es el caso.
El orden internacional que ha desaparecido tenía características muy concretas. Occidente prevalecía en él por su poderío económico, porque valoraba la democracia, la libertad y los derechos humanos, y por su poder militar y tecnológico. Pero esto ya es historia. Las diferencias ya no se dirimen en los organismos multilaterales. Hoy se discuten en términos de competencia, de fuerza. Si a ello se une la revolución tecnológica que vivimos, advierte Aznar, la situación se vuelve peligrosa.
El desarrollo de la inteligencia artificial, la biotecnología y la robótica marcan el inicio de una nueva era.
La tecnología, desde luego, desempeña un papel muy importante en la descomposición de la democracia y del orden internacional. El desarrollo de la inteligencia artificial, la biotecnología y la robótica marcan el inicio de una nueva era. La humanidad nunca hasta ahora había vivido una revolución tecnológica como la actual, con consecuencias económicas, políticas y sociales tan fuertes y profundas. Esto es lo que vivimos en estos momentos. La gran diferencia con revoluciones tecnológicas anteriores es que, en el pasado, el ser humano creaba nuevas tecnologías para que sustituyeran a la fuerza, al trabajo físico. Ahora, en cambio, la crea para sustituir a la propia persona, algo inédito en la historia de la humanidad.
Cuando se crean máquinas capaces de pensar de forma autónoma, surgen interrogantes muy importantes. El futuro vendrá definido por la relación entre el hombre y la máquina. Si a ello se unen la competencia entre grandes potencias y la desaparición del orden internacional, se abre un horizonte incierto. En este contexto, aconseja Aznar, la acción política y social debe buscar lo mejor y evitar lo peor. Para ello, debe tener en cuenta que lo bueno que puedan tener estas tecnologías no puede ser un sustituto de la dignidad, la creatividad y la libertad del ser humano.
Por todas estas razones también hay que entender que Occidente, con sus valores de democracia y libertad, se la juega en Ucrania. Lo que pase en Ucrania determinará el futuro de la Europa democrática y liberal. Para entenderlo es preciso tener en cuenta que Putin tiene una visión y una convicción, según explica Aznar. La convicción es que las sociedades occidentales son sociedades decadentes, desordenadas política y socialmente y carecen de futuro. Por tanto, las sociedades que tienen ahora la ventaja son aquellas organizadas como estados autocráticos, con disciplina social, que respetan unos principios tradicionales e históricos a partir de los que construir un futuro.
En cuanto a su visión, sigue Aznar, Putin tiene en mente un proyecto enorme. Lo que pretende es recuperar el poder de Rusia como antigua potencia en el mundo. Esto solo se puede comprender desde la mentalidad rusa. En Occidente, la gente no se creía que Putin fuera a invadir Georgia y Ucrania, pero lo hizo. De hecho, si Putin hubiera conseguido tomar Ucrania en 48 horas, Occidente lo hubiera aceptado, lo que hubiera sido un error. Y es que, si Putin hubiera tenido éxito, los países bálticos estarían ahora muy intranquilos. Además, el problema lo tendríamos ahora en las fronteras de Polonia y Rumanía, dos naciones que están mucho más cerca del corazón de la Unión Europea.
Europa, además, se sigue equivocando respecto de la situación en Ucrania. Su estrategia ahora es solo de resistencia. Lo que tendría que hacer, sin embargo, es respaldar a Ucrania con todos los medios posibles, incluidos los militares, advierte Aznar. Lo que hay que entender al respecto es que Ucrania tiene el derecho de defenderse y de reclamar que la soberanía y las fronteras no se pueden vulnerar de forma gratuita. Europa debería estar también en eso, pero no puede hacerlo sin Estados Unidos porque las vulnerabilidades internas de Europa son muy graves.
De la misma forma, sigue Aznar, hay que entender que Israel es parte esencial de Occidente, con lo que lo que le pase a ellos nos pasa también a nosotros. Si Israel cae derrotado, Occidente y España también caerán. Esto no implica que haya que estar de acuerdo, necesariamente, con todas las decisiones de los israelíes. Pero hay qué ser consciente de cuál es nuestro lugar y qué nos jugamos. Y lo que nos jugamos, en casa y en el contexto internacional, es el futuro de la democracia y de la libertad.












