Vivimos un tiempo de polarización política en el que no se buscan consensos, sino culpables. No se persigue el bien común, sino el individualismo a ultranza. La clase política busca satisfacer sus intereses a toda costa y se olvida de los de la ciudadanía. ¿Cómo hemos llegado a esta situación? Víctor Lapuente, catedrático en la Universidad de Gotemburgo, trata de ofrecer una respuesta.
El individualismo en la sociedad actual
El narcisismo, el individualismo, impregna a la sociedad actual. La amplitud de su presencia la contamina, la polariza. Los consensos de antaño están dando paso a un enfrentamiento político sin tregua ni cuartel. Derecha e izquierda se acusan mutuamente de lo sucedido en las últimas décadas. Ambos lados del espectro político, sin embargo, se dividen las responsabilidades de lo que sucede a partes iguales.
Los políticos de hoy, por el contrario, no son más que oportunistas, señala Lapuente.
La derecha, para empezar, ya no está formada por políticos como aquellos cristianodemócratas que construyeron Europa tras la Segunda Guerra Mundial. Aquellas fueron personas que se enorgullecieron de construir lo público en beneficio de la sociedad. Los políticos de hoy, por el contrario, no son más que oportunistas, señala Lapuente. De lo único que se enorgullecen es de no pagar impuestos, como Trump o Berlusconi. Esa es la derecha de hoy, infectada de un narcisismo al que dieron alas muchos pensadores.
Individualismo de izquierdas
Aunque menos comentado, la izquierda no le va a la zaga a la derecha en esto del individualismo. En todas las democracias occidentales se observa el fenómeno a partir de la década de los sesenta. Entonces, los pensadores progresistas defendían la idea de que la patria era una comunidad inacabada que exigía sacrificios y deberes. Ahora la izquierda se limita a ofrecer derechos, sin que vengan acompañados de deberes. Es el individualismo en versión de izquierdas.
La derecha, por tanto, «ha matado a Dios», que proporcionaba un código moral a los políticos de derechas. La izquierda, a su vez, «ha matado a la patria», lo que ha generado ciudadanos que se sienten solos. Esto ha dado lugar, en opinión del catedrático, al aumento del malestar social.
Una deidad aglutinadora
La raíz del problema se encuentra en una verdad incómoda, que aparece en las grandes obras de arte. Es la idea de que el poder tiene un lado siniestro e invisible. Por eso, hay que ser muy precavido con la tendencia humana a endiosarse, sobre todo entre quienes ocupan el poder. Para evitarlo, en algún momento de la historia alguien inventó la idea de dios. Es el antídoto contra la tendencia al endiosamiento de los humanos, de los líderes políticos y religiosos. Se trata de que ningún miembro de la sociedad se crea un dios. Esa idea es fundamental para que no haya nadie que se sitúe por encima de los demás. De hecho, las sociedades han avanzado cuando han compartido la creencia en una deidad, o en una idea aglutinadora como la patria.
Lo que diferencia a los humanos de los animales es nuestra tendencia innata a buscarle sentido a la vida. Si no la llenamos con un dios transcendente, buscamos satisfacer esa necesidad en la política. Lo hacemos con revoluciones, como la francesa o la estadounidense, o como el asalto reciente al Capitolio en Washington. De esta forma, la lucha política se convierte en una lucha religiosa, en vez de ser un espacio pragmático. Por tanto, tenemos que encontrar como individuos un ideal transcendental, para no estar huérfanos de identidad. También para evitar que nos seduzcan populistas o extremistas.
Individualismo en auge
El individualismo nos lleva a dedicar cada vez más energía a esas cosas, lo que nos conduce a la frustración.
Los psicólogos estiman que el nivel de narcisismo en la sociedad ha aumentado un 30%. Lo inculcan desde la escuela con la idea del empoderamiento. El problema es que, cuando no conseguimos lo que queremos, la culpa tiene que ser de otros. Esto conduce al victimismo. Y si las cosas salen bien, queremos más y más, pensando en controlar cosas que se nos escapan. Prestamos una atención excesiva a esas metas y no nos concentramos en las cosas que podemos controlar, como las actitudes, capacidades o sentimientos. Hay cosas que no podemos controlar, como la salud, el dinero o el amor.
Esta decadencia no implica, necesariamente, el colapso de una civilización. Puede ser un proceso lento. Pero en él siempre ha estado presente, históricamente, la corrupción moral, la avaricia, la lujuria. Sobre todo, la de las élites dirigentes, con su falta de ejemplaridad. Y esto es un problema porque la élite es el espejo en el que se mira la sociedad. Lo cual lleva a un proceso del que resulta difícil salir. En él, los políticos buscan arañar votos, atacando al rival de la forma más oportunista y amoral posible.
Reinventar el capitalismo
Con motivo de la crisis financiera internacional se hizo un buen diagnóstico de esos males. Por entonces se cuestionó la idea de que la avaricia es buena. Por desgracia, a la hora de resolver ese problema moral nadie esgrimió la necesidad de transformarnos como individuos. Se habló de reformar las instituciones. Pero sin una reinvención del capitalismo, ese es un camino que lleva a ninguna parte, señala Lapuente. Para abordar, por ejemplo, un problema tan complejo como la desigualdad necesitamos políticas. Pero no conseguiremos nada si no se produce un cambio moral.
En este contexto, desde la derecha se critica el buenismo. Y la izquierda tilda de «facha» a quien menciona determinados valores que son fundamentales. Otros países, sin embargo, están empezando a recuperar esos valores. El desarrollo y el progreso dependen de tener buenas instituciones. Pero hay cada vez más voces discordantes que indican que también depende de los valores.
Una ética colectiva
La importancia de una ética colectiva para impulsar a las sociedades es muy importante. Hay grupos de valores fundamentales: coraje y templanza, prudencia y justicia. Estos cuatro valores se compensan los unos con los otros, pero no bastan por sí solos. También necesitamos la concurrencia de una serie de valores que asociamos con los valores cristianos: amor, fe y esperanza. Para intentar mejorar como personas hay que conocer estas virtudes y equilibrarlas. Esa reflexión es fundamental porque las redes sociales premian todo lo contrario. Sus algoritmos nos atrapan continuamente, por lo que las redes sociales son catalizadoras de un problema de valores, de individualismo. Nos están vendiendo lo que queremos, alimentan nuestros egos, nuestra adicción por la fama. Pero el problema es de fondo. Lo único que hacen las empresas de Silicon Valley es alimentarlo.
«Las redes sociales son catalizadoras de un problema de valores, de individualismo.»
El problema de fondo es el individualismo y el narcisismo, que nos ha dejado huérfanos de identidad. En esa situación, la gente es presa fácil de los oportunistas políticos, porque alimentan su narcisismo. Eso ha contribuido a tribalizar las sociedades. La pandemia ha tenido lugar en sociedades más polarizadas, con lo que resulta mucho más difícil encontrar una solución.
Abrazar la incertidumbre
Abrazar la incertidumbre es una lección fundamental, desde los estoicos hasta Adam Smith en adelante. Parece que el que uno no controle completamente su vida le debilita. En realidad, le libera de esa enorme losa de tener que estar planificando la vida constantemente. Entender que los planes no se cumplen, frustra. Y, si se cumplen, frustra también porque queremos más. Con lo cual, hay que abrazar la incertidumbre.
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