Cuando hablamos de naciones desarrolladas parece como si todo un país tuviera el mismo nivel de prosperidad y bienestar económico y social. La realidad, sin embargo, es que los procesos de desarrollo económico no son homogéneos cuando posamos nuestros ojos en el interior de los países y observamos el comportamiento de los distintos territorios. Al hacerlo, percibimos una realidad por lo general desigual: hay regiones que avanzan a buen ritmo y con paso firme, mientras que otras se quedan atrás. Este hecho da lugar a la aparición de las desigualdades territoriales, que se traduce en que las oportunidades económicas en un país se concentran en las regiones que marchan en cabeza mientras desaparecen en aquellas otras que se quedan rezagadas. Superar ese desequilibrio no es fácil, precisamente por la ausencia de esas necesarias oportunidades. Las consecuencias sociales y políticas para estas regiones no se hacen esperar: el empleo y la calidad de vida retroceden y las gentes se muestran proclives a votar a formaciones políticas de corte populista, como se aprecia una y otra vez en los procesos electorales que van teniendo lugar en Europa cuando se analizan los resultados a escala regional.
Para explicar por qué sucede este fenómeno y sus consecuencias, Paul Collier, profesor de Economía y Políticas Públicas en la Blavatnik School of Government de la Universidad de Oxford, acude a la figura del homo economicus. Este personaje, según Collier, es sociópata, carece de valores morales, es ambicioso y codicioso. Esta figura es la que inspira la construcción de los modelos económicos que utilizamos, como si todos nosotros fuéramos así. Lo cierto, sin embargo, es que este tipo de personas apenas representa el 3% de la población mundial, así es que no es precisamente abundante. De ahí que nuestros modelos económicos estén equivocados.
De hecho, para sobrevivir, lo que ha hecho el ser humano no es adoptar de forma masiva la visión del homo economicus. Por el contrario, lo que ha hecho ha sido organizarse en comunidades para poder sobrevivir. ¿Por qué? Pues porque las comunidades tienen dos grandes fortalezas. Por un lado, nos permiten sobrevivir cuando cooperamos, confiamos los unos en los otros y nos apoyamos mutuamente. Por otro, porque nos permite aprender de los demás, con lo que el conocimiento se transmite de persona a persona a través de las redes que se forman dentro de los grupos sociales. Así es que los seres humanos somos muy buenos a la hora de colaborar y aprender con rapidez. Gracias a ello, podemos sobrevivir en un mundo repleto de incertidumbres que exigen un aprendizaje rápido para poder lidiar con ellas. En consecuencia, necesitamos estructuras que fomenten ese aprendizaje rápido, y la organización en comunidades es lo que nos permite hacerlo.
Desde esta perspectiva surge un concepto de especial relevancia: el del capital social. Por capital social nos referimos al conjunto de redes de relaciones sociales, normas y confianza que facilitan la cooperación y el logro de objetivos individuales y colectivos, de acuerdo con la definición que aporta el politólogo estadounidense Robert Putman. A partir de ahí es posible explicar, por ejemplo, por qué el norte de Italia es más próspero que el sur, como hace Collier. La razón es que en el norte han aprendido a colaborar entre familias. La gente, en vez de limitarse a las relaciones intrafamiliares, aprendió en las ciudades a colaborar entre diversos grupos y prosperó. En Estados Unidos, ese proceso tiene forma de U: en la década de los 60 la gente colaboraba; a partir de los 90, las redes sociales que unían a los ciudadanos se separaron. Este hecho está muy relacionado con el aumento de la desigualdad entre los estadounidenses.
Las oportunidades para la gente corriente se han reducido si viven en las zonas que se han quedado atrás.
Ese problema de la desigualdad se reproduce también entre territorios. Collier pone el caso de Sheffield, una región antaño próspera y hoy en declive. En tiempos de sus padres, la gente pensaba que vivía en un mundo de igualdad de oportunidades, entre otras cosas gracias a que disfrutaban de una sanidad y una educación gratuitas. Gracias a ello, los ascensores sociales funcionaban. Hoy no es el caso. Las oportunidades para la gente corriente se han reducido si viven en las zonas que se han quedado atrás. Estas áreas, en el Reino Unido, son ciudades de provincias, en las que viven unos ocho millones de personas, una cifra muy similar a la del número de habitantes de Londres, pero con menos oportunidades que los londinenses. Las posibilidades de recibir una buena educación, o de iniciar un nuevo negocio porque hay medios para financiar a las pequeñas empresas no son iguales en Londres que en las ciudades que se han quedado atrás. Para estas últimas, son muy inferiores porque les falta la red de apoyos con que cuentan las grandes ciudades. De la misma forma, aunque cuenten con buenas universidades, éstas no reciben tanto dinero como las que se encuentran en las grandes ciudades, precisamente porque falta esa red de apoyos. Así, el retraso territorial se consolida y va a más.
La pregunta inmediata es qué hace el Estado para corregir esta deriva. Se supone que, en los países modernos, una de las tareas del Gobierno es, precisamente, la de reducir la desigualdad territorial. En el Reino Unido, sin embargo, las cosas no son exactamente así, indica Collier. El país adolece de una estructura disfuncional única. Por ejemplo, no tiene Ministerio de Economía, a diferencia del resto de Occidente, así es que no hay quien se ocupe de estas cuestiones. En otras palabras, no hay una institución que planifique acciones a largo plazo para corregir problemas estructurales, como es el de las regiones atrasadas. Estas políticas pasan por la inversión en infraestructuras, o la cualificación profesional de la gente, para poder construir un futuro para esas zonas. Pero, a diferencia de otros países, en el Reino Unido esas políticas son casi inexistentes porque no hay un Ministerio de Economía. Además, el sistema de financiación pública está muy centralizado, que confía demasiado en sí mismo y que cuenta con un personal que carece de la cualificación necesaria. Así es que el sistema estatal no funciona y las regiones que se quedan atrás pagan las consecuencias.
Lo que viene ahora, por tanto, es preguntarse si es posible escapar de semejante situación. Para ello, indica Collier, se necesitan dos cosas. La primera es unir a la gente en la persecución de objetivos comunes que la sociedad pueda entender. La segunda es aprender rápidamente lo que parece funcionar en las circunstancias actuales. Por ejemplo, la política de desarrollo de Deng Xiaoping en China, que se basó en descentralizar, establecer unos objetivos comunes, elegir gente muy capaz y explicarles lo que se pretende conseguir. Los británicos deberían replicar ese modelo y adaptarlo a sus circunstancias particulares.












