Casi nadie conoce el nombre de Alisa Zinovievna Rosenbaum, una escritora y filósofa rusa nacida en San Petesburgo en 1905. Pero si hablamos de Ayn Rand, el nombre que adoptó a su llegada a Estados Unidos en 1926 para proteger a los familiares que había dejado atrás, en la Unión Soviética de la que había huido, muchos identificarán rápidamente su nombre con una defensora a ultranza de la libertad del individuo en todas sus facetas. Una actitud, la suya, muy influida por su historia personal y sus sufrimientos y vivencias a partir de la Revolución de Octubre.
«El propósito del hombre es buscar su propia felicidad, con la razón como único absoluto.»
Ayn Rand fundó la corriente filosófica denominada objetivismo, a la que definió como una filosofía “para vivir en la Tierra”. Para ella, el propósito del hombre es buscar su propia felicidad, con la razón como único absoluto. Su pensamiento, como recuerda la politóloga argentina Antonella Marty, aboga por el derecho de los individuos a existir por sí mismos, sin sacrificarse a la sociedad, sin que nada ni nadie le imponga ideas, valores o principios. Unas ideas cuya validez se justificó en su momento como reacción a la experiencia de negación de la libertad que vivió en la Unión Soviética. La cuestión es si esta corriente de pensamiento sigue siendo válida hoy. Y la respuesta de Antonella Marty es un sí claro y rotundo.
En el siglo XXI, recuerda Marty, la política se basa cada vez más en el misticismo y en el colectivismo, dos cosas contra las que Ayn Rand siempre luchó, como escritora y en su vida personal. Un misticismo y un colectivismo del que se valen los caudillos populistas del siglo XXI para tratar de alcanzar el poder y, si lo consiguen, permanecer en él. Y Ayn Rand, maravillada por los logros y los avances de la sociedad libre que conoció cuando llegó a Estados Unidos, siempre se opuso a ellos.
Lo importante es tener una sociedad libre, laica, que apuesta por el Estado de Derecho, con una justicia independiente y con una economía abierta. Esas son las bases de la prosperidad. Sin embargo, esos fundamentos no están garantizados de por vida, pueden perderse. Por ello, siempre hay que estar alerta frente al misticismo y el colectivismo de los caudillos populistas del siglo XXI.
Lo importante es tener una sociedad libre, laica, que apuesta por el Estado de Derecho, con una justicia independiente y con una economía abierta.
La base del objetivismo de Ayn Rand es la no imposición de valores, la defensa de todas las minorías. Y la primera minoría de todas, y la más importante, es el individuo. Por eso, sus ideas tienen vigencia plena en la actualidad. Esto requiere que cada persona sea responsable de sí misma, de las consecuencias de sus decisiones. Además, debe pensar por sí misma, cuestionarlo todo. Y debe hacerlo porque, como indica Marty, esta es la forma de poner límite a los populismos mesiánicos del siglo XXI. Unos populismos que, con frecuencia, apelan al nacionalismo. Lo cual es grave porque supone apelar a la idea del “somos” por encima del “soy” e implica que el individuo acaba por verse sometido a la sociedad. Ayn Rand está en contra de ellos.
De la misma forma, Ayn Rand se muestra contraria al conservadurismo. Desde su perspectiva, el conservadurismo no es otra cosa que una ideología que trata de imponer sus valores a la sociedad a través del ejercicio del poder. El problema es que, cuando un político combina religión y poder, los demás estamos en peligro porque nuestras libertades pasan a verse limitadas o anuladas. Precisamente por ello, la obra de Ayn Rand transmite el sufrimiento del individuo, que padece los dolores del colectivismo en que se encuentra preso.
Rand se enfrentó abiertamente al modo de vida idealizado de los años 50, que encorsetaba a la mujer en el papel de amante madre y esposa y eficiente ama de casa, para defender la libertad plena de la mujer en el sentido más amplio del término.
Ayn Rand, por tanto, no es de derechas ni de izquierdas. Por el contrario, criticó por igual a ambos lados del espectro político, de la misma forma que a ella le llovieron las críticas por todas partes. Y, de entre todas ellas, probablemente ninguna fue más injusta que las que le dirigieron desde el feminismo. En estos ámbitos fue denostada, a pesar de que Ayn Rand fue feminista y una defensora convencida de los derechos de la mujer. Sin ir más lejos, en su obra cumbre, La rebelión de Atlas, hizo un alegato de la libertad femenina sin parangón para la época en que fue publicada la novela, 1957. De hecho, Rand se enfrentó abiertamente al modo de vida idealizado de los años 50, que encorsetaba a la mujer en el papel de amante madre y esposa y eficiente ama de casa, para defender la libertad plena de la mujer en el sentido más amplio del término. Una defensa del todo punto lógica si tenemos en cuenta que Ayn Rand insistía, por activa y por pasiva, en que el ser humano ama la libertad, en que es dueño de su propia vida.
Por esa misma razón, Ayn Rand defendía la propiedad privada. En su sistema de pensamiento, el papel del Gobierno debería limitarse a proteger los derechos de las personas y nada más, algo que comprendía muy bien pues procedía de una familia de comerciantes. Es más, se erigió en defensora del egoísmo, pero, sobre todo, en defensora de la razón. Y por ello entendía que el derecho y el deber de todo ser humano es buscar su propia felicidad. Otra cosa es si lo consigue. Y, otra cosa también, es si el Gobierno debe intervenir para favorecer a los que no lo logran, a lo cual responde claramente que no porque el ser humano no debe verse sacrificado a la sociedad. Por el contrario, el individuo tiene derecho a existir por sí mismo sin que nadie pueda obligarlo a hacer nada en contra de su voluntad, incluso si es en nombre de la sociedad. Precisamente por eso, su pensamiento sigue plenamente vigente en el siglo XXI.
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