“España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.”
La Constitución española de 1978 introdujo formalmente en España el Estado democrático de Derecho. De hecho, el artículo 1.1 de nuestra Carta Magna declara lo siguiente: “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.” Con ello, los españoles nos dotamos de un sistema para organizar la vida política, económica y social en libertad. Los preceptos constitucionales, sin embargo, sirven de poco si quienes deben velar por su cumplimiento son los primeros interesados en retorcer su interpretación para ajustarla a sus intereses particulares. El Estado democrático de Derecho, entonces, pierde su verdadera esencia, se ve adulterado en su espíritu y, al final, deja de ser ese instrumento de convivencia y concordia que cimenta la libertad.
En España, el Estado democrático de Derecho está en retroceso. La carcoma que lo corroe por dentro se llama partitocracia. Según Francesc de Carreras, catedrático emérito de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona, partitocracia quiere decir que los grandes partidos políticos se ponen de acuerdo para impedir que los otros participen. Muy democrático esto no resulta. Pero es que, sigue Carreras, esos mismos partidos quieren controlar las instituciones, con lo que la pluralidad, esa característica esencial de la democracia, sufre las consecuencias. Y, cuando esto sucede, el riesgo de deriva hacia un régimen populista se acrecienta. El populismo es la conexión directa del líder con el pueblo, sin partidos de por medio, o con un solo partido, que propone soluciones fáciles a problemas complejos. Por eso, normalmente la partitocracia viene seguida del populismo. Entonces, el Estado democrático de Derecho se convierte en un mero espejismo de la realidad.

La partitocracia supone, también, la degradación de las instituciones, de las reglas que regulan la convivencia democrática. Para Pablo de Lora, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, esa degradación viene sucediendo desde hace tiempo, pero se acelera en los últimos tiempos. Este hecho es fruto de la combinación de un marco institucional que se hizo de la mejor manera posible, por lo que tiene sus defectos, con unas actitudes y unas disposiciones de los agentes políticos que juegan en su contra. Esos agentes políticos no comparten los valores esenciales de la democracia. En estas circunstancias, concluye De Lora, no hay forma de recuperar la normalidad política.
De Lora recuerda, en este sentido, que la democracia constitucional es un sistema muy delicado de equilibrios. Esos equilibrios se han roto porque los componentes más tóxicos se han exacerbado debido a la deriva populista actual. Por ejemplo, el principio de representatividad se ha quebrado. El Parlamento no cumple con su función porque la política está profesionalizada en exceso. Y el político profesional busca su interés, no el de la nación. Y como su continuidad depende de la voluntad del líder político, al final acaba sometido a él, en vez de representar los intereses de sus electores. El cuadro se completa con la excesiva representación de los partidos nacionalistas.
Después está la forma de gobernar. Para Carreras, el abuso del decreto ley se enmarca en la decadencia del Parlamento y contribuye a explicarla. Este abuso proviene de saltarse el supuesto habilitante de su uso, que es dar respuesta a una necesidad extraordinaria y urgente. Pero esa necesidad, en gran medida, no se produce en la utilización del decreto ley. Lo que de verdad sucede es que no se quiere que su contenido se debata en el Parlamento, lo que acentúa su decadencia y su pérdida de representatividad. Una verdadera democracia, sin embargo, exige que el Parlamento ejecute su función de control del Gobierno, cosa que no ocurre con el decreto ley. De la misma forma, el poder judicial tiene que ser independiente en sus actuaciones. Sin embargo, advierte Carreras, el Tribunal Constitucional ha sido demasiado permisivo con el abuso del decreto ley que han hecho los sucesivos gobiernos al no obligar a que, una vez convalidados, se tramiten como ley. Así, a través del Parlamento, se ejercería de verdad la soberanía popular, que es uno de los pilares fundamentales de la democracia. Todo lo que se aleje de ello socava la democracia y, con ella, las libertades esenciales.
Lo mismo sucede con la proliferación de las leyes ómnibus, recuerda De Lora. En ellas se mete de todo, educación, gasto, normativa laboral, políticas sociales, etc. De esta forma, si se rechaza la ley, se rechaza todo lo que contiene en bloque. Así es que este tipo de norma constituye una especie de encerrona política para que los socios del Gobierno aprueben todo lo que quiera el Ejecutivo porque, de no hacerlo, les acusará de ir contra los intereses de los ciudadanos por no respaldar al Gabinete. Esta es otra piedra en el camino del deterioro del papel del Parlamento.
Un Estado democrático de Derecho no puede existir sin independencia judicial. Si la judicatura no puede controlar a los demás poderes, la democracia y la libertad sufren porque un poder sin contrapesos acaba con ellas. Por eso, las amenazas directas e indirectas al poder judicial, que denuncia Carreras, constituyen una parte importante del deterioro del Estado democrático de Derecho. Desde el poder se ataca las resoluciones de los tribunales que no le gustan al Gobierno y sus socios, olvidando que los jueces tienen que ser independientes en sus resoluciones. Estas actitudes se han visto, por ejemplo, en la ley de amnistía, que luego ha sido tan criticada por la Unión Europea.
En este sentido, la debilitación del papel del Tribunal Constitucional, con su división entre jueces progresistas y conservadores, solo ha acrecentado las sospechas de legitimidad de la más alta magistratura, comenta De Lora. A sus miembros ya no se les exige independencia, ni solvencia jurídica acreditada. Eso no es lo que interesa, sino que sean proclives al Gobierno que los nombra. De esta forma, la independencia del Constitucional está en tela de juicio. Y si el Tribunal Constitucional no es verdaderamente independiente del Gobierno, la democracia se ve amenaza.
Como puede apreciarse, el Estado democrático de Derecho en España se ve sitiado, lo que afecta a la democracia y al régimen de libertades esenciales. Entre ellas se encuentra el derecho a la propiedad que consagra el artículo 33 de la Constitución. Si ese derecho no se respeta, reina la inseguridad jurídica y sufren la competitividad de la economía española y, como consecuencia, el bienestar de la sociedad. Como recuerda De Lora, la seguridad jurídica es una condición previa a la competitividad. Por eso, advierte, no se puede hacer justicia distributiva mediante la vulneración del derecho de propiedad. ¿Ejemplos? La legislación sobre alquileres o sobre la ocupación. Esto es lo que sucede cuando se vulneran los preceptos básicos del Estado democrático de Derecho.