La Unión Europea no pasa, precisamente, por los mejores momentos de su historia. Aquellos momentos de euforia que se vivieron cuando se puso en marcha el euro, la UE se amplió a los países del este y se trabajaba por un proyecto de constitución europea, hoy han quedado atrás y han dado paso a un tiempo marcado por el pesimismo y el sentimiento derrotista. ¿Qué es lo que ha cambiado desde entonces? ¿Qué es lo que ha ido mal para que los tonos brillantes de ayer se hayan transformado en la gama de grises de hoy?
Cuando Loukas Tsoukalis, Pierre Keller Visiting Professor en la Harvard Kennedy School, trata de responder a estas cuestiones encuentra dos razones fundamentales: por un lado, la crisis de la unión monetaria europea, que ha mostrado la cara menos amable del euro; por otro, el problema de los refugiados y los inmigrantes, que ha abierto serias divisiones entre los distintos países europeos.
La crisis del euro fue una pura cuestión de mala suerte porque la primera prueba de fuego para la moneda única europea llegó de la mano de la crisis financiera internacional. La respuesta que la Unión Europea dio a la misma evidenció las profundas divisiones internas que subsisten en la misma. También puso de manifiesto que la arquitectura institucional de la unión monetaria europea era muy deficiente. Y a todo ello se unió la aplicación de políticas económicas equivocadas antes y durante la crisis. Como consecuencia de ello, la crisis financiera internacional se transformó en la crisis del euro y ello provocó que los países afectados tuvieran que pagar un alto precio en términos de producción, empleo, endeudamiento, diferencias económicas y fragmentación política.
A su vez, la crisis de los refugiados sacó a la luz las profundas diferencias que separan a los países de la Unión Europea de sus vecinos del este e, incluso, a la parte Occidental de la UE de su parte Oriental. Muchos de estos países son perdedores en el proceso de globalización y son dirigidos por gobiernos corruptos, lo que dificulta la salida de esa situación. En este contexto se produjeron dos acontecimientos fundamentales: la primavera árabe, que desestabilizó Oriente Medio y el norte de África y, de una u otra forma, dio origen a las oleadas de inmigrantes y refugiados de los últimos años, y el desafío de Rusia a la “pax europea”, alentando la llegada de refugiados, interviniendo en los procesos políticos europeos, etc.
Estas dos crisis son, de por sí, enormes y sus consecuencias han reducido el apoyo de la población a Europa. Además, sus efectos han coincidido en el tiempo con una crisis institucional de la propia Unión Europea, que se ha derivado de una expansión continua del proyecto europeo, sin pararse en ningún momento a fortalecer y consolidar lo que ya se había conseguido antes de seguir avanzando en la inclusión de nuevos países. El resultado ha sido la creación de un centro débil en la UE.
También hay que tener en cuenta que estas crisis que han castigado a la Unión Europea se han producido con la globalización como telón de fondo. Y la globalización ha generado divisiones entre los ganadores y los perdedores que ha provocado. En este escenario, las sociedades han confundido las restricciones que se derivan de la globalización con aquellas otras que impone la UE. Y los gobiernos europeos, que suelen utilizar la excusa del imperativo comunitario para eludir sus responsabilidades, han convertido al proyecto europeo en cabeza de turco de los problemas que han creado esos mismos gobiernos o que se derivan de la globalización. Eso ha alimentado la percepción de la Unión Europea como un elemento de división, como algo cada vez más grande, más intrusivo y menos inclusivo, en un contexto de crecimiento económico lento y creciente desigualdad.
Europa, por tanto, no se ha visto dividida por la crisis del euro o por el problema de los inmigrantes y los refugiados. Las fracturas ya llevaban tiempo ahí, aunque sin aflorar a la superficie; estas crisis solo las han mostrado claramente y las han ampliado.
En este contexto, es lógico que el apoyo de los ciudadanos al proyecto de construcción europea se encuentre en mínimos históricos. A pesar de ello, no apuestan por la ruptura, salvo los británicos, porque temen las consecuencias de la desintegración. Además, muchos de ellos tampoco confían en las élites políticas tradicionales y pasan a apoyar opciones populistas, lo que revela la necesidad de entender las causas del descontento de la población.
¿Cómo se resuelve el problema europeo? Evidentemente, la solución no es sencilla. Por el contrario, pasa por tomar decisiones difíciles y preguntarse cuánta soberanía se comparte y para qué, esto es, qué ámbitos o políticas tienen que estar en manos europeas y qué se pretende conseguir con ellas. También es preciso analizar si hay una relación entre competitividad económica y desigualdad e, incluso, hay que considerar si se establecen restricciones a la libertad de circulación de los trabajadores, comenta Tsoukalis. Y, por supuesto, hay que resolver el problema del déficit democrático de las instituciones europeas.
En cuanto al euro, Tsoukalis reconoce que la moneda única fue un gran error, al menos tal y como se diseñó. Ahora bien, sería una equivocación aún mayor abandonarlo.
La cuestión, en última instancia, no es si queremos más o menos Europa. La cuestión es qué tipo de Europa queremos.