¿Qué hace diferente a las administraciones españolas de las del resto de países desarrollados? ¿Se puede reformar el sistema administrativo? ¿Qué habría que hacer para ello? Elisa de la Nuez, secretaria general de la Fundación Hay Derecho; Jesús Fernández-Villaverde, catedrático de Economía en la Universidad de Pensilvania, y Víctor Lapuente, catedrático en la Universidad de Gotemburgo, reflexionan sobre estas cuestiones.
Politización y burocratización de la Administración
La Administración Pública española es menos eficiente a causa de sus niveles de politización y burocratización. El mayor problema, explica Víctor Lapuente, es la politización. Cuando las conexiones políticas importan para hacer carrera en la Administración, se pierde la eficiencia. Por ello, España está a la cola de la OCDE en este ámbito.
La politización, continúa Lapuente, se complementa de forma perversa con la burocratización. Y es que a la politización se suman dos elementos burocráticos. Por un lado, están aquellos funcionarios que permanecen de por vida en la Administración. Lo idóneo es que el personal de la Administración pueda pasar, una y otra vez, del sector público al privado y viceversa.
Por otro lado, están los procedimientos administrativos, altamente burocratizados. En ellos se establecen controles ex ante, que reducen la eficiencia de la Administración. Otros países, en cambio, han pasado a realizar controles ex post para ver cómo se han hecho las cosas. Con ello consiguen mayores niveles de eficacia en la Administración. Otros países han pasado a realizar controles ex post para ver cómo se han hecho las cosas. Con ello consiguen mayores niveles de eficacia en la Administración.
Lo que deberíamos hacer, concluye Lapuente, es avanzar hacia la despolitización de la Administración. Puede hacerse, por ejemplo, introduciendo la figura del directivo público, en los niveles «políticos» de gobierno, como existe en la mayor parte de los países desarrollados. Se trata de generar los incentivos adecuados para hacer las cosas mejor. La clave reside en que su carrera profesional depende de sus resultados. Además, hay que desburocratizar la Administración. Para ello, por ejemplo, se puede dar más autonomía a sus unidades en la gestión de los recursos humanos.
Una reforma posible
Ahora bien, ¿es posible esa reforma de la Administración? Jesús Fernández-Villaverde destaca la crítica habitual en España a cualquier intento de cambio. Básicamente, consiste en decir que los españoles somos como somos y, por tanto, la reforma nunca va a ocurrir. Ese pesimismo, sin embargo, es incorrecto. Fernández-Villaverde arguye que países como Portugal o Irlanda han cambiado mucho su Administración Pública. Por tanto, si ellos han podido hacerlo, nosotros también deberíamos. Por supuesto, no será fácil porque la reforma afectaría a muchos intereses creados, pero puede hacerse. De hecho, podemos conseguir un sistema más flexible, independiente y más centrado en los resultados.
La Administración Pública, además, tiene problemas de capacidad de gestión, añade Elisa de la Nuez. Son problemas que se agravan con la fragmentación del entramado administrativo. Esos problemas han aparecido, por ejemplo, con la gestión de la pandemia, o con los fondos europeos. La politización ha generado una reducción de la profesionalidad en la Administración. Con ello pierde capacidad de gestión y de anticipación a las necesidades. Esto deriva también, y frecuentemente, en la aprobación de políticas que luego no se pueden gestionar por falta de recursos. Es el caso del ingreso mínimo vital.
Acumulación de poder y descoordinación
El Gobierno piensa que si asume muchas competencias puede paliar esa falta de capacidad, sigue De la Nuez. Pero no tiene en cuenta que faltan esas manos que le tienen que ayudar. Ante este problema, la solución que plantea el político es acumular poder. Cuando constata que eso no funciona traslada el asunto a las comunidades autónomas. Es un problema no del color político del gobierno sino de herramientas de gestión.
Estamos sufriendo la ambigüedad de la Constitución del 78.
¿Y es un problema del número de administraciones? No necesariamente. La cuestión, afirma Fernández-Villaverde, no es tanto de número como de coordinación entre ellas. Hay competencias que tiene sentido ejecutarlas a nivel local y otras a nivel regional o nacional. El problema es que cada estructura administrativa quiere replicar la estructura de la Administración superior. Esto sucede, explica, porque estamos sufriendo la ambigüedad de la Constitución del 78.
Los perfiles de la Función Pública
Luego está el sistema de acceso a la Función Pública. Es un modelo muy anclado en las funciones que tenía la Administración en el siglo pasado, señala De la Nuez. En él se priman los conocimientos, pero no otras cualidades, por ejemplo, la capacidad de innovación. La cuestión, por tanto, es qué tipo de talento necesita una Administración que tiene que hacer cosas diferentes.
Lapuente aprecia cinco problemas en este sentido. Tenemos pocos perfiles de ciencia, tecnología e informática. Tenemos poca oferta de personal cualificado. En tercer lugar, está el envejecimiento de los trabajadores públicos. En cuarto lugar, está la temporalidad, que ha ido aumentado hasta superar el 30% o el 40%, con contratos precarios. El quinto y más importante, es que cada vez menos gente cualificada quiere hacer oposiciones. Esto último es serio porque el sector público es más importante que nunca: capta la mitad del PIB y regula todavía más. Por tanto, hay que abrir el sistema de entrada en la Administración, despolitizando la carrera profesional. Una reforma que debe abarcar también el sistema de retribución pública, añade Fernández-Villaverde. Debe hacerse porque el sector privado paga mucho mejor al personal cualificado.
Una nueva cultura para la Administración
La reforma de la Administración pasa, necesariamente, por cambiar la cultura administrativa.
España pertenece a la cultura administrativa napoleónica, comenta Lapuente. Esa cultura antepone el principio de la ley al de la gestión. Esto podría suponer un lastre porque genera una cultura mucho más burocrática. A ello se añaden las particularidades de la cultura administrativa española. La primera de ellas es que nuestro país es muy estatista. Se confía más en el Estado porque se confía poco en la sociedad. Por eso, los ciudadanos demandan más regulaciones, que generan más corrupción. Y esa corrupción genera más desconfianza. Por último, los españoles tienen aversión a la incertidumbre. Tienen miedo a lo que pueda ocurrir en el futuro. Eso conduce a una mayor querencia por las regulaciones y las intervenciones administrativas. Para reformar la Administración debemos ser conscientes de esos aspectos.
La importancia de la educación
Para cambiar esa cultura hay que actuar prioritariamente en el ámbito educativo, indica el profesor Fernández-Villaverde. Una mejora de la educación, que fortalezca nuestras capacidades para convivir con situaciones de incertidumbre, tendría un efecto de cascada sobre la sociedad y la Administración Pública muy importante. Muchas de estas reformas tienen un horizonte de quince o veinte años. Por tanto, hay que tomar en consideración que un país no se cambia de la noche a la mañana.
A este respecto, el relevo generacional en la Administración es una oportunidad única para ese cambio, añade De la Nuez. Ahora se empieza a jubilar la mayor parte de los funcionarios, que pertenecen a la generación del baby boom. Es una buena ocasión para transformar la Administración mediante la integración de personas que asimilen una cultura diferente.
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